Rimbaud y los escaparates del futuro
José Ángel Leyva
El largo poema que escribiera Arthur Rimbaud (Charleville, 1854), el precoz genio de la poesía francesa y universal del siglo XIX, anunciaba ya con absoluta claridad no sólo la emergencia del simbolismo francés, sino la puesta en marcha de una modernidad tecnológica que años después cantarían en la alborada del siglo XX, febrero de 1909, los futuristas italianos con Tomasso Marinetti a la cabeza: “El rugido de un automóvil que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia.” Es Rimbaud, junto con Verlaine y Apollinaire, quienes anteceden a las vanguardias literarias de la siguiente centuria. Una temporada en el infierno es un referente insoslayable de la poesía moderna porque trastoca la moral y la estética imperante, porque responde en la inmediatez de los anuncios de Baudelaire sobre la modernidad. Pero sobre todo porque es la obra libre y apasionada de un hombre de 19 años que tiene ya una visión delirante, desenfrenada y descarnada de la vida, a la vez que lúcida y reveladora del alma humana.
Por supuesto, no podemos dejar de lado a figuras emblemáticas de la época como el Conde del Lautremont, que responde al nombre del franco uruguayo Isidore Lucien Ducasse (1846-1870) y escribe Los cantos de Maldoror (1868). Ducasse escribe su obra a los 18 años de edad, Rimbaud publica Una temporada en el Infierno en 1873 y Las Iluminaciones en 1874, con 19 y 20 años respectivamente. Algo semejante sería Raymond Radiguet (1903-1923) a inicios del siglo XX cuando escribe a los 17 años El diablo en el cuerpo, publicado el mismo año de su muerte, 1923, con apenas 20 años. Es curioso, porque Víctor Hugo había escrito El fin de Satán entre 1854 y 1862, ya octogenario, pero sólo sería publicado el libro en 1886, después de su muerte en 1867, y 13 más tarde de la publicación de la obra de Rimbaud.
Una temporada en el infierno tiene, como La Divina Comedia de Dante, varias partes que indican los niveles de esa estancia, la muerte para el ingreso al infierno y la salida, vivo, con claridad en el espíritu.
Entre su primer poema conocido “Los aguinaldos de los huérfanos”, 1870, y el último libro Las Iluminaciones, 1874, hay apenas cuatro intensos años en los que Rimbaud vivió sus momentos líricos y creativos totales. En esos acaso cinco años, entre los 15 y los 20, dio a la poesía su máximo aprendizaje, su vivencia intelectual y mundana, su visión sin límites de la pasión y el vértigo, del ser distinto de sí mismo, por la inconformidad como estado permanente del deseo y del arte. En Cartas del vidente, como se conoce a la correspondencia escrita en 1871, Rimbaud expresa su idea del poeta como un vidente (en la carta fechada el 13 de mayo), como un ente capaz de vislumbrar el futuro a base de provocar un desarreglo de los sentidos. "Je est un autre. Tant pis pour le bois qui se trouve violon, et Nargue aux inconscients, qui ergotent sur ce qu’ils ignorent tout à fait !" ("Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y desprecia a los inconscientes que blofean sobre todo lo que ignoran!",
Y en la misma carta del 13 de mayo
"Maintenant, je m’encrapule le plus possible. Pourquoi ? je veux être poète, et je travaille à me rendre voyant : vous ne comprendrez pas du tout, et je ne saurais presque vous expliquer. Il s’agit d’arriver à l’inconnu par le dérèglement de tous les sens" ("Por el momento, lo que hago es encanallarme todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos")
Luego vuelve a insistir en ese mismo punto en la carta del 15 del mismo mes "Car Je est un autre. Si le cuivre s’éveille clairon, il n’y a rien de sa faute" ("Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, no tiene culpa alguna”).
Al final de una temporada en el infierno, en el poema “Adios” Rimbaud dice: “Il faut absolument moderne”, “Hay que ser absolutamente modernos”. “Recevons tous les influx de vigueur et de tendresse réelle. Et à l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes.” “Recibamos todos los influjos de vigor y de ternura real. Y en la aurora, armados de ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades.”
La modernidad, el ser moderno, entraña en el poeta esa capacidad de transformarse a sí mismo y de incidir en los otros, de no dejarse arrastrar por la belleza sino por los significados del cambio, de la vida misma que es una constante mutación hacia la nada. Rimbaud advierte que los nuevos tiempos ya están allí, en la dinámica urbana y en los sentidos de las nuevas generaciones, sólo es cuestión de entrar en su misma frecuencia, en su velocidad y en sus trazos para verlos, para entender su lógica y su irracionalidad, sus sinsentidos. La hipersensibilidad de un poeta como Rimbaud es testigo de lo que ya su antecesor inmediato, Baudelaire hubiese consignado pocos años antes. Marshall Berman, en su famoso libro “Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad”, título que alude una frase de Carlos Marx, enfoca esa percepción y ese análisis de mayor claridad en el pensamiento de Charles Baudelaire, el famoso autor de La flores del mal.
Berman apunta un artículo de Verlaine en la revista L’Art, de 1865 –citado a su vez por Marcel Ruff--, en el que éste trataba de revivir el interés por la lectura de Baudelaire, quien vivía ya en la pobreza, enfermo y un tanto olvidado: “La originalidad de Baudelaire consiste en retratar, poderosa y originalmente, al hombre moderno (…) tal como los refinamientos de una civilización excesiva le han hecho, un hombre moderno con sus sentidos agudos y vibrantes, su espíritu dolorosamente sutil, su cerebro saturado de tabaco, su sangre ardiendo de alcohol (…) Baudelaire retrata a este individuo sensible, como un tipo, como un héroe” (Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI Editores, México, segunda edición en español, 1989, Pag. 130.)
Rimbaud aprende de su amigo y maestro, Verlaine, quien era apenas unos cuantos años mayor que él, el sentido de la modernidad. Rimbaud asume este principio de manera absoluta, para él el hombre moderno es siempre distinto de sí mismo, es el cambio, es el tiempo. Ya Baudelaire había descorrido la losa de la crítica para fijar su atención en los ritmos de la vida moderna que contradecían el carácter permanente y el sentido de eternidad de las sociedades europeas, su energía conservadora y museística contra el fulgor de lo efímero de los tiempos modernos, no sólo de las máquinas y de la producción en serie que ya se vislumbraba, sino de la moda y la transformación de las grandes ciudades donde el espacio público, las calles sobre todo eran parte de la vida sentimental de los habitantes, donde las escenas ya incluían algo novedoso, la publicidad, al lado de los cafés al aire libre la creación de los grande bulevares con sus pistas anchas para los coches tirados por caballos y sus paseos adornados con árboles y plantas, la vida nocturna iluminada por el alumbrado de gas, y la presencia de la electricidad. La modernidad encarna el mal, el progreso aplicado en las bellas artes. La irrupción de la fotografía viene también a cuestionar la presencia de la realidad en el concepto de belleza y de creación, la verdad contra la creación estética, lo simple y mundano en contraposición con la belleza de lo impersonal: Baudelaire dice: “la poesía y el progreso son como dos hombres ambiciosos que se odian mutuamente. Cuando se encuentran en el mismo camino, uno u otro debe ceder el paso”. (139). La verdad para muchos artistas venía a debilitar el concepto de belleza, el mismo Baudelaire odiaba a la gente moderna que lo rodeaba porque representaba la trivialidad y encarnaba la presencia de la muchedumbre en el arte. Es la lucha del sueño contra lo que se ve, pero poco a poco se reconoce que se sueña lo que se ve. La modernidad pues ha entrado en el sueño de Baudelaire. La vida moderna arriba con sus miserias y ansiedad, con sus facturas por pagar, la fluidez y la volatilidad hacen acto de presencia en la factura pictórica de su tiempo. Así, la modernidad encaja como una paradoja, la sentimentalidad estética se instala en el corazón de la muchedumbre, en el espacio público.
Por eso cuando Rimbaud dice al inicio del poema : “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas, y la encontré amarga. Y la insulté. / Me armé contra la justicia. / Huí. ¡Oh brujas!, ¡miseria!, ¡odio!, ¡a vosotros confié mi tesoro!” está respondiendo a ese estado de ánimo y a esa posición baudeleriana de que el arte debe ayuntarse con la vida de los hombres y mujeres de la multitud para ser y hacer arte moderno de manera determinante. Ya no es la belleza clásica, la belleza sin movimiento y sin conflicto con el gusto convencional, sino la pasión creadora en las calles, en la médula de los significados de las vidas sencillas y comunes, en los actos más rutinarios y domésticos de los hombres, en el infierno de sus vidas. Y no obstante, en medio de esa multitud, el artista, el poeta, encuentra su soledad, su figura única, su capacidad de ver lo que esas grandes mayorías ignoran, lo que pisan y atropellan sin reparar en sus presencias.
Marsall Berman también nos llama la atención sobre la búsqueda de un discurso acorde con los nuevos tiempos. En El spleen de París, Baudelaire proclama que la vida moderna demanda un lenguaje renovado: “Una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, lo suficientemente ágil y lo suficientemente áspera como para adaptarse a los impulsos líricos del alma, las ondulaciones del ensueño, los saltos y sobresaltos de la conciencia” (147) Es la visión de un Paris transformado por Napoleón III y Haussmann, pero sobre todo hace énfasis en la velocidad y el tráfago impuesto por la creación de bulevares, lo que marca el nuevo ritmo de la ciudad.
Para Baudelaire es el tiempo de la desacralización del artista, de la exhibición de los “ojos de los pobres”, de “La pérdida de una aureola” de los poetas al hacerse más parecidos y cercanos a los hombres corrientes, si forman parte del tráfico urbano y se distancian de la imagen de los poetas que esperan en la calidez y la pasividad de sus hogares a que arriben las musas y las imágenes, la vida.
Una temporada en el infierno y Las Iluminaciones expresan la noción del fin de una estética en el que la belleza clásica ya no es el motivo central de la poesía y de la pintura, del arte en general, sino los significados que emergen de la vida urbana, de los nuevos escaparates del comercio y con certeza de las pulsaciones de las guerras por el control y el dominio de nuevos territorios y mercados de las potencias europeas.
La modernidad y la alteridad, el famoso “je est un outre” (yo es otro), la presencia del mal y sin duda la figura del genio y su precocidad, el Enfant Terrible que abandona no solo la escritura sino el mundo intelectual y su glamour por la aventura, la búsqueda de bienes materiales y el desenlace fatal para morir antes de los 40 años de edad destruido por la sífilis, son algunas de las constantes que acompañan el nombre de Arthur Rimbaud.
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José Ángel Leyva, Durango, México, 1958. Poeta, narrador, ensayista, editor y promotor cultural. Se tituló como Médico Cirujano en la Universidad Juárez del Estado de Durango, realizó estudios de maestría en Literatura Iberoamericana en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue codirector de la revista Alforja, es coordinador general de Publicaciones de la Universidad Intercontinental y director general de la revista La Otra. Fue subdirector de Literatura, Artes Plásticas y Artes Escénicas, Director de Vinculación Cultural y Coordinador de Vinculación Cultural de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México, de 2001 a diciembre de 2005.
Ha sido jurado de numerosos concursos nacionales e internacionales de literatura, y de las becas que otorga el Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes y la Fundación para las Letras Mexicanas, en diversas ediciones (2004, 2006).