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El acto y el lugar de la poesía

por Rafael Felipe Oteriño

El presente texto es parte del libro, todavía inédito, Pensar la poesía

Vuelvo sobre una vieja pregunta: ¿Por qué se escribe poesía? Y me viene, como primera respuesta, la no poco bella declaración de Dylan Thomas en la que apunta que escribe porque tiene fe en las palabras (como sentido, como historia, como sonido, como expresión plástica, por los colores que disparan, porque cree que puede influir levemente en ellas, porque las sabe portadoras de un mundo): “…sentir que ahí están ellas: aparentemente inertes, hechas sólo de blanco y de negro, pero que de su propio ser surgen el amor, el terror, la piedad, el dolor, la admiración, todo eso que hace grandes y efímeras nuestras vidas” (Manifiesto poético). Pero también se escribe desde una carencia, porque se siente que lo real es pasajero y se quiere preservarlo mediante su fijación con las palabras; o para crear una belleza que no existe frente a los ojos; o porque aspiramos a testimonios distintos de los que leemos; o como un sucedáneo de la vida, para sentirnos vivir; para reparar faltas o, sencillamente, para ser felices y prodigarnos placer. En síntesis, se escribe desde un acompañamiento, con un sentido reparador y también a partir de un impulso crítico: para poner de relieve las veladuras que opacan el acceso a las cosas. Se escribe porque se es libre. Se escribe por motivos rigurosamente subjetivos.

 

Están los que lo hacen a partir de una poderosa sensación de extrañamiento: las cosas son de este modo, pero podrían ser de otro; la irrealidad es más vasta que la realidad; las respuestas que se tienen a mano son escasas o están caducas. Y esto en consonancia con un juego de valores y la honesta persecución de eso que primariamente llamamos “la verdad”. Lo cierto es que para el poeta la verdadera vida “está en otra parte”, como transparenta Milan Kundera en su novela homónima escrita en contra la Historia (mientras su talento puebla la mente del protagonista con las formas luminosas de la utopía)[1]. De esta congoja se deriva la idea de la poesía como instrumento de exploración de una realidad inasible y tantas veces dolorosa e inexpresable. Por eso, la escritura de poesía es, en primer lugar, un modo de vida que, a la postre, se convierte en una manera de interpretar las percepciones. Llámese a esta acción “conocimiento”, “compromiso”, “indagación” o, desde un afán más constructivo, “creación”, no se trata de otra cosa que del “asombro” ante el mundo y de la respuesta elaborada para expresar ese asombro. Algo primordialmente emocional. Recién en un segundo momento, gracias a la plasticidad propia de la palabra, podrá ser un acto de la inteligencia, una habilidad, una profesión, un hecho artístico. Una literatura.

 

A este respecto, me cuido, no obstante, de pecar por exceso tanto como por modestia. Pecaría por exceso si atribuyera a los poetas un lugar que a todas luces no tienen: ser portavoces de la sociedad, intérpretes de sentimientos generales, expresión auténtica de la realidad. No, evidentemente, los poetas no gobiernan el mundo, ni el país, ni su ciudad. Peor aún, por lo general no son escuchados ni por sus más próximos. De manera que cuando hablamos de “lenguaje universal”, “forma de comunicación”, “revelación” o “descubrimiento”, es a condición de aclarar que eso ocurre por añadidura, de manera complementaria al hecho de la escritura y a la labor participativa del lector. Tampoco admito su antípoda: que la poesía cumpla una función “decorativa”, de mero adorno o entretenimiento. Y menos todavía que su cometido sea decir las cosas de modo más bonito, como ordinariamente se le atribuye. Conozco el sentido que en algunos círculos se le da a la palabra lírico: innecesario, trivial, residual. He visto, con demasiada asiduidad, el papel ligero, pasatista, excluyentemente celebratorio, que en otros ámbitos se confiere a la poesía. Sabemos que, inclusive desde la prédica escolar, se ha tendido a considerarla sólo desde su perfil hímnico, como si fuera una habilidad y una retórica, sin ver en ella el poder revelador y de conocimiento alternativo que su frecuentación apareja. Eso también lo rechazo. La poesía es una disciplina de la vida interior que, en su visión integradora, hace más rico el espectro de lo real. Operando como un espejo, proyectando las figuras en otras direcciones, tiende a ofrecer una respuesta imaginaria que opera como contrapeso de la realidad opresiva. Seamus Heaney dice que la poesía sirve para corregir los desequilibrios del mundo, interviniendo en el quehacer de los hombres de un modo reparador[2]. Por eso, pierde el poeta y pierde la poesía cuando se espera de ella una participación más práctica en las querellas de su tiempo, excepción hecha de la inexcusable función de conservar la lengua, perfeccionarla y enriquecerla.

 

Es improbable que un poema pueda cambiar el mundo o modificar una decisión política. Sería ilusorio creerlo. Pero sí puede crear una inquietud, un escozor, alguna zozobra en el plano moral de la persona que lo lee, con el efecto de instituir una advertencia. Y así, de esta manera refleja, a través de la entronización de un equivalente, diríamos intelectual, podríamos decir estético, conmover y hasta modificar el discurso de la sociedad en que se vive. Desde este punto de vista, escribir poesía también es una acción política. Pienso en el poema “Libertad” de Paul Eluard, que durante la ocupación de Francia fue tomado como un himno de protesta y compromiso. Y tomo prestadas palabras de Raúl Gustavo Aguirre, quien a su vez hizo suyas las de Francis Ponge al señalar que “La poesía  es, simplemente, un modo de vivir feliz, en la medida que representa el ámbito de la verdad, de la autenticidad, de la libertad. En la medida en que, entre todas las dimisiones a que nos obliga el difícil “estar en el mundo”, uno sea capaz de conservar ante sí y ante los otros la pureza de ese reino en el que no se engañe, ni se pueda ser engañado (…) Ser poeta es simplemente, duramente, tener la capacidad de no traicionar al poeta que llevamos dentro, de no convertirlo en un actor de la farándula, de conservarle un lugar en nosotros donde pueda existir sin condiciones. Un lugar para la belleza, un lugar para el amor, un lugar para la vida”[3].

 

Avanzando en esta dirección, sería ciego si tampoco reconociera que, a diferencia de la ciencia –universo dentro del cual nos movemos a diario- la poesía ha quedado relegada hasta el punto de convertirse en una actividad marginal. Alguien ha dicho “una presencia oculta”, un “cenáculo de iniciados”, pero hasta de tal presencia tengo mis dudas. El universo imaginario de la poesía parece haber cedido ante la “verdad” ineluctable de la ciencia. Pero digo bien: sólo “parece”. Porque esto es rápidamente impugnado cuando se advierte que la poesía apareja otro tipo de “verdad”. Que el poeta es portador de un tipo peculiar de conciencia, no sujeta, como la científica, ni a la argumentación  ni a las pruebas de ensayo y error,  y exenta del reproche por cualquier tipo de contradicción en que pudiera incurrir. Hablo de la conciencia poética, cuya validación es inequívocamente emotiva. Conciencia diferente de la conciencia estratégica y de la conciencia política, en las que también anidan valores, pero que son de orden lógico-racional: persiguen fines, evalúan circunstancias, desde un esquema binario “sí-no”, “blanco-negro”. La conciencia poética, en cambio -ese “sexto sentido” que se agrega a los anteriores-, es vivencial y esencialmente abierta a lo impredecible. Apareja respuestas de efecto liberador, no especulativo. Como dice René Char: “no persigue fines, sino medios a perpetuidad”, o según afirmaba el recordado maestro: “Tiene el punto de vista del jardinero: del que deja que la flor crezca para contemplarla”.

 

Compartimos, entonces, con Czeslaw Milosz que el “ansia de ver” y el “deseo de describir” lo que se ve son los dos movimientos que mejor describen esta disciplina de la vida interior cuyo fruto es la pieza verbal y artística denominada poema. Con la advertencia de que “ver” para el poeta no es solamente advertir, percibir o avistar. Es contemplar el presente en relación con el pasado. Es observarlo en el fluir del tiempo. Ver para el poeta está unido al “recordar” y, de su mano, al proyectar esa segunda vida en paralelo a la que doy en llamar “narración alternativa”. Es ser memoria y anticipación, cantando, como el escriba de Yeats, “sobre lo que ha pasado, está pasando o pasará”. Y como la memoria carga de sentido y hace propio aquello que toca, en un ulterior momento el poeta es el que describe los vínculos escondidos de los seres y las cosas. Esto es, los nudos de todo aquello que produce extrañamiento y que, aun carente de nombre y de entidad física, tiende a proyectarse hacia el futuro. Ver y describir significa entonces “reconstruir con la imaginación”, según el dictum milosziano. No en vano, según la tradición latina, “vate” quiere decir “adivinador”, y el que “ve” es, etimológicamente, “vidente”. Antes, pues, que la militancia en la gestión pública, antes que el seguimiento alucinado de las vanguardias, que a la larga tienden a convertirse en un nuevo academismo, la función del poeta -y de esta “otra verdad”: la poesía- es recordar lo que está frente a los ojos y que los ojos no ven. Es asumir la complejidad del mundo y su animosa diversidad. Es traducir en imágenes alternativas el silencio de fondo que rodea la vida.

Notas: 

[1] Luis García Montero lo expresa más conciso y no sin un dejo irónico: “Cuando escribo, ando por un sitio, pero estoy en otra parte” (Aguas territoriales, Pre-Textos, Valencia, 1996, pág.9).

[2] Heaney, S., Conferencias de Oxford, La reparación de la poesía, Vaso Roto, España, 2014.

[3] De la correspondencia epistolar con el autor.

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