Rafael Morales Barba: Guardia Nocturna, Bartleby Editores, España, 2024
por Osvaldo Picardo
Una obra reunida por más que se la advierta “breve” y de publicación tardía viniendo de un profesor y crítico con una reconocida trayectoria universitaria, no deja de ser un abismo en perspectiva al que se asoma Rafael Morales Barba. El concepto de obra acabada como repetimos a partir de Borges es una cuestión de religión o de cansancio, pero también de un vaciamiento con el que hacemos lugar donde ya sentíamos todo lleno.
Rafael Morales Barba nació en Madrid en 1958, y con una larga y notable trayectoria académica universitaria en la Universidad Autónoma, así como en varias otras de España y el exterior, mantiene una posición al margen de su promoción poética, aunque fuera un lector asiduo y constante de ella, así como de toda la poesía a su alcance. Prueba de su lectura de poesía es la abundantísima obra crítica entre la que destaco su “Fernando Pessoa: el misántropo desdeñoso” (2019) o el recomendable libro “Las poéticas del malestar” (2017).
Desde el primer libro “Canciones de deriva” (2017) hay una estricta exigencia de la palabra con la que evita –como él mismo lo expresa- lo confesional o narrativo. Crea por el contrario una atmósfera que invita al lector a la ensoñación sensorial donde se vive un clima marítimo con medusas y crepúsculos, barcas y augurios, salinas y lunas, fosfenos y brumas. Un trabajo riguroso del correlato contagia vaguedad crepuscular de “cuerpos del apenas”, una extrañeza existencial atada principalmente a la brevedad de las sensaciones de un sujeto que hurga en sus travesías y el tiempo: “¿Qué razón apremiada, / urgente instancia de las estaciones, / restriega horas y ahonda el silencio…?” (Salinas en la tarde).
Las medusas, las náyades o los dioses, así como las rocas y las mareas, los libros y los pájaros delinean una amplia zona de la memoria cargada de presentes fugitivos. Los pocos verbos conjugados que usa en sus poemas casi en su mayoría están en presente, pero con la levedad de un paseo por la naturaleza, con el que se forja un sujeto paseante; el paseo parece recrearse en una playa de cromatismo crepuscular donde el sujeto va indagando sus sensaciones como si fueran rastros de una corporalidad a la deriva que, a veces, se incorpora a un nosotros enfrentado a los maleables y vagos “usos del viento”: “cresterías que alzas/ del torpe rizoma/ con nosotros, / menos terrenales/ que furtivos…” (Usos del viento).
Esta palabra que destaca para terminar el poema también ha sido escogida y muy apreciada, con ese mismo sentido, por poetas como Borges, por ejemplo, en su maravilloso poema Un lobo cuyo comienzo dice así: “Furtivo y gris en la penumbra última”.
Tiene la palabra en sí misma una carga de sentidos que no se agota en la rareza preciosista del lenguaje lírico, sino que añade la pincelada que faltaba a este cuadro del viento y las olas que pinta Morales. Es la pincelada secreta, solitaria, a escondidas. Y al oponerla comparativamente al adjetivo “terrenales” la eleva a otra manera de sentir un instante enigmático, íntimo, que él calla detrás del cuadro.
La memoria no busca ser fiel al instante vivido ni cree poder hacerlo. La fidelidad hacia aquello que no puede ser vivido de nuevo, ni tampoco callado del todo como vemos en el adjetivo, es una revelación sorprendente de la memoria que, dándose la vuelta de repente como un remolino de viento, reinventa una realidad sentimental “con nosotros, / menos terrenales/ que furtivos”. ¿No es esta manera en la que la poesía trabaja lo imborrable? Morales, su poesía, lo está haciendo, con pocas y acertadas palabras.
En el poema Ausencia del mismo libro define una poética: “Se escribe en la espuma/inquietas persistencias…” Es otra vez el ámbito marino encriptado en esa “vieja amistad” literaria de la escritura y su autor: “Y mi voz desteñida mece esta zozobra, / tiembla en el raquis de la hoja sin cuerpo / donde el tiempo desordena/ nuestra vieja amistad / y su crónica escueta”.
Es significativo comparar este poema con otro del último libro “Aquitania”, que también se llama Ausencia. Entre uno y otro la carga metapoética de la palabra “ausencia” se ha diluido en la tematización elegíaca de un “nombre” que no se dice, pero que reúne la presencia y la corporalidad de un tiempo que se ha retirado del presente de la enunciación: “Absorto y destejido en tu nombre reciente / cuando la noche esconde el mosto/ y los besos…” Entre uno y otro poema, se abre un camino en que el poeta se adentra en la selva elegíaca de su intimidad y el dolor de la pérdida.
En el poema Yéndose del primer libro comienza así: “Que tu nombre está yéndose, / deriva con el desprendimiento/ de los besos lentos murmurados/ y en tanta entrega fluye…” La sensación de desprendimiento se prolonga en el gerundio, lo intensifica y retiene en un nombre que va perdiéndose. El tono elegíaco de estos poemas, a veces metapoéticos, se pone en tensión con la imaginería sensorial que Morales desarrolla con tonos descriptivos y celebratorios de los elementos del correlato. Textos como Mosaico del Dios Océano, Estatuilla, Sucesiones desde la cueva de Dicte muestran una veta casi culturalista. Pero siempre se mantiene en la cuerda tensa de la escritura un estado de ánimo vecino a la nostalgia virgiliana, a esos “Títiros/ cánticos” (Pasos) en que la incertidumbre del paso de la vida se parece a una constante despedida de las cosas y de las personas que nos rodean.
El siguiente libro lleva por título “Climas” (2014) y alude más que dice, a sensaciones y sentimientos, a través de un predominio de lo sinestésico sobre la imagen y la metáfora. Ya desde el primer texto Vals triste, lleva al lector a un mapa lleno de sugerencias y estados de ánimo. Me hace recordar, por momentos, a la sugerente música de Debussy que no posee una semejanza visible o identificable con la realidad, sino que alude a la imaginación, a la emoción, al “clima”. Morales, por ejemplo, en este primer poema, a través de cuatro únicos versos distribuidos en el espacio blanco del papel, apela a un correlato contagioso de tristeza. Las palabras dejan de decir únicamente su significado llano y suenan como cuerdas cargadas de sensaciones y sensibilidad.
En el texto que sigue, Áceres en septiembre, aparece una palabra dura y estremecedora como lo es “coágulo” y que se repite en varios poemas: en el ya mencionado Áceres; en Ámbar; en Viejo velero; en Recuerdos en Veruela. La insistencia metafórica de esta palabra acompaña la idea de la nostalgia y es una continuidad más con el libro anterior. El poema se comporta como un cuadro en el que hay un intento descriptivo que busca coagular el momento, no hay en sentido estricto una mímesis realista ni tampoco narración o mensaje, más bien busca una comunión. Es la voz de un amigo compartiendo con el lector una intensidad contemplativa que el tiempo se ha llevado: “velero sobre el dique en la memoria” (Viejo Velero). En esta línea tonal es notable el regocijo léxico, un placer del sonido de algunas palabras que nos detienen en los versos: chiribitas, lamas, girámbula, amantillo, alaradas, raquis, catalpa… El goce en la palabra está presente en la escritura de Morales, no una palabra rara sino resonante en la cueva de la memoria y de las emociones. Veamos como ejemplo un poema como Gotelé, donde se hace necesaria la clave cómplice para descifrar esa salpicadura de recuerdos: “Blandas lágrimas/ salinas esperanzas/ acantilados en la blanca pared, // guanos por el farallón oscuro de nuestros pesares” … Son poemas que nos detienen en una necesaria lectura doble: la brevedad de los versos, apenas apuntados, y el uso de una palabra poética cargada de ambigüedad y sugerencia.
Por otro lado, en el libro, se puede reconstruir una travesía a través de un mapa del recuerdo, semejante a un concentrado diario de viajes que va jalonado de improntas y pinceladas: Cap Breton, Baséibar, Sucre, Veruela, Bidasoa, Arminza, Pilat, Riotinto, Mahdía, Bilbao, Guerande… La metáfora más aproximada a la poesía, desde los comienzos, no ha dejado de ser la de los viajes y sus geografías. La travesía se parece a la existencia misma, pero también al tiempo que nos arrastra de un momento a otro, sembrando una distancia fatal con nuestros pasos. La deriva en que vamos se coagula gracias a las palabras, pero nos hunde también, en la tristeza de las despedidas. Por eso hay una idea que se repite, el regreso: “Sin reflejo y extraños/ en la tarde, / brumos rumores y golpes de proa” … (Retornamos). Es una imagen que se forja desde diversas percepciones del tiempo; podría afirmar que es lo que define la temporalidad de la experiencia y su memoria. El regreso encierra en sí mismo, su frustración, su imposibilidad. Nunca se regresa al mismo lugar, porque los lugares son el tiempo que habitamos en ellos. La tristeza nace de esa inmensa imposibilidad.
En el poema Norte que entre paréntesis cita el principio del primer verso de las Correspondencias de Baudelaire, hay desde ya no sólo un guiño al lector de poesía, sino también una desafiliación estética en que los símbolos y las correspondencias que había entre cultura y naturaleza han perdido el pacto de continuidad que nos legaba la Modernidad. Sólo queda algo imborrable y hay que encontrarlo en la infancia: “Desamparo y verdor/ espirales/ y un extraño lenguaje/ de helechos sin un templo // […]Tan abierto en la herida/ que no borra la infancia”. Si en Baudelaire la Naturaleza es todavía “un templo donde los pilares vivos a veces dejan escapar palabras confusas”, en Morales hay ya “un extraño lenguaje”. El bosque de símbolos ha sido talado.
Me ha inquietado desde las primeras páginas cómo, equívocamente, el lector parece ser empujado a los mares de cierto simbolismo, para luego, no encontrar ni fondo ni clave. Medusa, por ejemplo, o Viejo velero, no dejan de ser lo que son ni de abrir la puerta a una vaguedad significativa que lo aleja de la alegoría o del símbolo. Sólo imagen patente en el recuerdo: “velero sobre el dique en la memoria”. O “reflejo del envés” que devuelve la deriva del tiempo encriptado por la palabra poética. El mundo natural no está habitado por símbolos ni correspondencias que el poeta pueda descifrar, ni siquiera para él, el mitológico barquero llega al otro lado de las aguas Estigias. Esta diferencia me parece crucial para entender la inclinación de Morales para preferir en la mayoría de sus poemas, la enfática enunciación no verbal, con versos y versos sin verbo a la vista, o con la aparición de un hipérbaton verbal como cierre del poema. De ahí también, que la preponderancia de descripción con pinceladas yuxtapuestas, desplace todo conato narrativo, privilegiando las imágenes sensoriales. Baste con un ejemplo, es el poema De bajada que está ya en el tercer libro: “Ajustados al mar por la brisa y playa/ hacia nocturnos sombreados/ espumas gorjeantes/ desprendidas y ocres, / ligeros camachuelos/ por Guerande// y la arena. // En su vientre pajizo/ sobre cebadas/ cirros, / últimas llamas// dátiles o astros, / luces sin enigmas. // Y sobre la arena ávida, / rápidos pasos, breves, // correlimos”. Se puede notar la composición del cuadro en tres partes, con una ubicación geográfica muy clara: Guerande, que ya es un lugar visitado en otros poemas. Los camachuelos y los correlimos que aparecen como epifanías sobre el paisaje marino son aves del lugar. La evocación trabaja con imágenes, pinceladas yuxtapuestas más que con fragmentos. El papel de la memoria trasciende la nostalgia, aunque no la borra ni desplaza del todo; retiene coágulos de tiempo convertidos en imágenes, en lugares y mapas, en impresiones luminosas. Hay acá una evocación celebratoria de la experiencia perdida.
Cuando empecé a leer el primer poema del libro Aquitania, me vino a la mente toda una tradición lírica desde aquel verso tan citado de Guillermo IX: “Haré un poema de la pura nada”, hasta El desdichado de Nerval. ¿Por qué elegir este nombre de una región de Francia desaparecida en 2015? Morales arma su propio mapa de Aquitania, la de su recuerdo, y lleva al lector por Burdeos, Peñalba de Santiago, Monte Louro, San Sebastián, Guerande, Toro, Langre, Barcelona. Es evidente la intención de tocar esta cuerda lírica y también, producir un estado de ánimo a través de motivos y obsesiones que continúan de los libros anteriores, pero que en éste acentúan el motivo de la muerte y de los muertos. Los primeros versos del poema vuelven al tema ya señalado del retorno: “Has tornado a las aguas/ sin por qué, luna/ en la ría, besado mis labios” ... La luna se ha redimensionado con un simbolismo al que Morales no recurrió con anterioridad. Parece que su reflejo y luminosidad “narcótica” es la puerta de entrada al otro mundo, de ahí la referencia a la barca de Caronte, el barquero que lleva las almas de los muertos al Hades: “Opiácea luz narcótica, tan clara/ cae por el todo tan breve/ y este aire/ caliente, / navegando, / barchetta”. No puedo dejar de imaginar el cuadro de Delacroix, “Dante et Virgile aux enfers”. El clima que se suscita con estos versos es de alguna manera, desdichado como el del soneto de Nerval que devuelve con personal resonancia la melancolía del príncipe viudo de Aquitania en su Torre abolida bajo la oscuridad de la noche: “Tibios arpegios oirán celestiales los muertos/ sumergidos, no voces desteñidas/ como estas ¡cómo insisten / tocando en la puerta de aire/ desde abajo / luna amarilla…// esperando mareas”.
Si bien el predominio sigue siendo descriptivo, creando cuadros paisajísticos y climas emocionales, la imagen no es sino un signo que está desatado de un significado definido, más bien representa una brecha significativa y me parece que su función es mostrar, apuntar al vacío, a lo ausente. Basta recordar lo dicho del poema Ausencia que está en este libro y su diferencia con el del primero. En realidad, el vaciamiento y la ausencia son espacios de reunión, evocan sueños y momentos perdidos. Veamos a modo de ejemplo, dos poemas que se acompañan en dos hojas enfrentadas y continuas, Compañía en la página 144 y Vaciado en la página 145. En el primero, el cuadro comienza teñido de un “inhóspito azul” y deriva hacia un hipérbaton muy barroco: “Y en ese vaciado de figuras, / inquietantes buriles pensativos / minuciosos socavan”. Parece más que la evocación de un momento vivido, un almacén de antigüedades donde un orfebre con sus buriles esculpe la memoria. El otro poema compone un indefinido cuadro paisajístico con “ligeras brisas/ y el candor del jazmín”, pero deriva de inmediato a la referencia de la escritura imposible de lo que ya no está dicho: “un silencio escarbando/ por tu esfinge / palabras”. Ya no son figuras en plural sino “tu esfinge” en singular. La técnica del vaciado deja lugar al misterio de la palabra. Los momentos evocados, las “lecciones del paisaje”, las arenas, los bandoneones tristes, las ciudades, las voces y los ecos que comparecen en el verso son vaciados de la acción verbal o se la reduce a una misteriosa esencialidad, su esencial misterio, su aura. Y es eso lo que se respira en la poesía de Morales: el aura triste.
En el poema que da título a la trilogía de Rafael Morales Barba, Guardia Nocturna, se corporiza un estado de atención, el estado de la guardia en la noche. Y ¿qué es lo que se custodia “asomado al balcón”?
Otra vez, volvemos a una ciudad conocida, Guerande, en los límites de lo que se conocía como la antigua Aquitania, la ciudad medieval, amurallada, con sus famosas y resplandecientes salinas alrededor. El cuadro se va componiendo de a poco, con súbitos golpes de cincel sobre metales mientras “esculpe el viento un callejón nocturno”. Recién entonces, aparece, con un contenido vaciado, lo que canta: “la salina”. Hay una excedencia plena de rastros que remite a un más allá de los mismos signos que se muestran. En el primer libro hay otro poema que resuena en éste: Salina en la tarde. También se debe ubicar en Guerande y termina de una manera angustiante con esta pregunta: “¿Y quién en el mínimo temblor/ no encuentra la dolencia?”
El aura reúne rastros de lo inasequible, de lo ausente, de lo vaciado, no es lo que el tiempo se lleva, sino lo que con el tiempo se retira y nos abandona: la nada que queda en nosotros y que es tristeza y dolencia.
“Aquitania” exorciza la ausencia y la desdicha del príncipe en su Torre abolida. La poesía de Morales no es el resultado de un acto reflexivo o contemplativo, sino que agudiza la conciencia de la pérdida enorme que va ganando nuestra vida; se sitúa más acá de la reflexión, donde se respira el aura de conmovedoras salinas como si fueran inmunes al paso del tiempo y de la muerte.
Por eso, este libro se puede leer “sin reproche en el labio/ ni en su palabra oscura”.
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