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“El último/ refugio”

Notas sobre tres libros del español Joaquín J. Penalva

por O. Picardo



Joaquín Juan Penalva (Novelda, 1976) trabaja como profesor y ha escrito con el también poeta español Luis Bagué Babilonia, mon amour y la plaquette Día del espectador con los que ya incurría peligrosamente en la oscura y fanática sala de la poesía cinéfila. Entre sus libros anteriores hay cuatro poemarios de los que sólo he podido leer, gracias a al azar de los viajes y su generosa presencia en Alicante, La tristeza de los sabios (2007), Cronología de Tarkovski (2018)- y Todas las batallas perdidas publicado en 2017. Tiene una amplia trayectoria en gestión cultural y en edición de revistas literarias como Ex libris.

En el prólogo de Todas las batallas perdidas habla con nostalgia inocultable de su generación, aún de vinilo, en que existía el lado B. Si bien este lado B se pone en correspondencia con su otro libro Anfitriones de una derrota, que sería el lado A, no puedo dejar de pensar que adquiere el valor metafórico de una constante en la escritura, así como en la reflexión poética con que logra despertar una inquietud conmovedora y una sonrisa cómplice.




De mi primera visita a este mundo de Penalva se desprende un aroma a literatura y culturalismo en la línea de Luis Alberto de Cuenca, Pedro Gimferrer, Guillermo Carnero, entre otros Novísimos de los 70. Mucha agua y tinta ha corrido desde entonces, para releer y tachar aquella otra estética. Varias corrientes e ideas alimentaron la poesía española y es, tal vez en Penalva donde mejor se refleja el saludable ejercicio de lima y tamiz, con una selecta y lúcida mirada que reescribe tanto como descubre, los sabores de la pasión cultural. Es innegable el amor por el cine, pero también por los íconos populares de la infancia y la adolescencia, por la literatura clásica y contemporánea.

Hay una feliz invitación a una búsqueda detectivesca de rastros e ideas, a veces sugeridas, otras aludidas o tangencialmente rozadas para que vuelvan a brillar. Los epígrafes y citas que marcan los poemas funcionan como homenaje, complicidad lectora, confirmación asertiva y pie de donde mana una escritura vivencial, pero que se modela en el aura perdida de la cultura, de los libros y el cine. No son pretextos ni decoraciones, funcionan orgánicamente dándole masa muscular a la experiencia propia y a la reflexión, aunque casi siempre disimulada por la máscara de algún monólogo dramático.

Poemas como “La soledad de Garfio” o “Parque Halloween” que están en la primera de las cinco partes de Todas las batallas perdidas, traen consigo las reminiscencias del cartoon y de la imaginación infantil con que se ha forjado la educación sentimental de más de una generación hasta la posmodernidad. En el poema “Toy tale”, donde la referencia es clara a la era de Pixar, Penalva dramatiza en los juguetes antiguos y modernos, la mudanza constante de la vida, pero "cada juguete sabe/ que hay un destino/ peor/ que acabar en la basura..." Eso "peor" es el abandono de "una pieza de museo/ que no ha desempeñado su tarea..." 

En “El tigre de Corbett”, si bien integra el registro cultural que en este caso refiere a libros como "Devoradores de hombres" y "la sabiduría de la jungla", se hace evidente el tema del "viejo cazador" que no ha fracasado en nada, "salvo en la vida". No muy lejos del tópico del cazador cazado y del perdedor, del habitante de ese lado B del mundo. En este mismo sentido va la carta de despedida de Toulousse a su amigo y cantautor de cabarets, Arístides de Bruant, el hermoso personaje de la bufanda roja: "Destruimos cuanto amamos/ he ahí el fruto/ de nuestra desdicha, / de mi descontento...

El andamiaje referencial sostiene una manera de conocimiento y meditación muchas veces autobiográfica, como sucede en el poema “El libro blanco”. Pero detrás del andamiaje y del brillo con que hace lucir hasta los metales oxidados de máscaras como las de personajes de Chandler, libros de Kundera, fanales de barcos de Lepanto y películas de Aristarain o Huston, se esconde la tristeza con que un Salieri le habla a Mozart convertido por la magia de la poesía en amigo: "A veces no me resigno/ a haber perdido/ ya/ todo/ cuanto ansié entonces.../ y sueño, / y lucho, / pero lo único que me queda/ es el sueño/ ajeno..."

La afición entusiasta por lo cultural no deja de ser al mismo tiempo que una angustiosa carga, una infinita riqueza abandonada que espera por ser descubierta. Penalva afina la gran paradoja cultural con cierto fatalismo. En un libro anterior, La tristeza de los sabios, la sabiduría parece consistir en darse cuenta del cuento de la vida, así lo leemos en uno de sus poemas: "una imagen de Ruth Gabriel/pervierte mi sueño/ y envenena mi nostalgia:/ "todos tenemos la infancia contada"/ me dice". (I never met Elmo).

Este cuento de la vida en su más amplio sentido se entiende paradójicamente en otro tiempo, un tiempo en el tiempo que corta el continuum de lo real, contradictorio y más intenso que el propio tiempo. Es el tiempo del muñeco Elmo, el tiempo del narrador o del personaje, el tiempo de la literatura y del cine, pero nunca uno en un afuera del que no participemos, al menos como espectadores o lectores. El poema que da nombre a todo el libro "La tristeza de los sabios" donde se advierte el guiño mallarmeano, con fina ironía pone en cuestión el afán fáustico de la literatura y acentúa una vez más la paradoja cultural: "Ahora comprendo/ en qué consistía/ la tristeza de los sabios:// habían leído todos los libros." 

También en el libro de 2019, Todas las batallas perdidas, aparece la imagen de la biblioteca personal, con el poema "El último libro", que tiene un epígrafe de Caballero Bonald que le da pie al tema.  Ahí se renueva, a diferencia del anterior, no sólo las ansiedades fáusticas, sino también el consabido hecho mismo de que la escritura literaria es ante todo un acto de lectura y, aun cuando la realidad y las experiencias vitales no están excluidas, nunca es posible, por suerte, recorrer la infinita biblioteca de Babel.

Lo inconcluso, lo que no se termina o la pregunta "¿qué libro no acabaré de leer/ jamás?" delimitan esa zona no vedada donde se piensa el próximo fracaso existencial, aunque ese pensamiento es acompañado por la sensación de que lo inacabado es siempre lo que permanece. En definitiva, es la vida.

Para Sartre, la poesía es un “quien pierde, gana”. Pero no por derrotismo decadente o por nihilismo que vemos irrumpir con fuerza en la literatura del XIX, sobre todo a partir del romanticismo. En el muy revisitado libro “¿Qué es la literatura?”, el filósofo existencialista habla del poeta como “el hombre que se compromete a perder ". Algo de todo eso está en Pier Paolo Pasolini, en uno de sus célebres reportajes, cuando subraya el fundamental aspecto humano de la derrota y el fracaso ante la hegemónica cultura del espectáculo y del éxito. Pasolini dice: "Ante la antropología del ganador, de lejos, prefiero al que pierde. Es un ejercicio que me parece bueno y que me reconcilia conmigo mismo. Soy un hombre que prefiere perder más que ganar con maneras injustas y crueles".

Me pregunto ¿si no hay en la poesía de Penalva ese compromiso del perdedor? La literatura habla desde hace tiempo del perdedor. Recordemos El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha y para ir más lejos, muchos de los personajes de la Ilíada. El cine se suma a esta atracción fatal. Hay una inmensa galería de personajes perdedores y fracasados. La estética del fracaso anida sus huevos principalmente en el absurdo de no saber quiénes somos en este gran escenario de la existencia humana.

Vuelvo a la pregunta anterior: creo que la respuesta está en el poema con que cierra su libro y que se llama “Filosofía de vida”. Un monólogo dramático nos pone ante la referencia cinematográfica de un western famoso que, en España, se llamó Shane, Raíces profundas, ​una película norteamericana de 1953, dirigida por George Stevens, con Alan Ladd y Jack Palance. El poema empieza con dos versos que bien pueden resumir esa filosofía de vida a la que se refiere el título: "Uno no puede huir nunca/ de sí mismo" En realidad, el poema es una despedida, aunque el poeta use significativamente el verbo "abandonar"; la escena del niño repitiendo su nombre es la escena que cierra el film norteamericano, mientras Shane, el pistolero, asume finalmente su fatalidad: ser lo que es.

En su libro Cronología de Tarkovski de 2018, hay un poema que comienza diciendo: "Todo aquel que huye/ regresará algún día". Se refiere a la película del director de cine ruso, Nostalgia (1983) en la que el poeta ruso Andrei Gorchakov va a Italia acompañado de una mujer joven. Se hospedan en un hotel termal de Bagno Vignoni. Ahí conoce a Doménico, pleno de misticismo y locura que lo convence de cruzar una piscina termal sin que se apague una vela. Consigue así que de principio a fin nos sintamos atrapados por el poder del enigma que habita en nosotros. Penalva conoce en profundidad la biografía del director y no creo que, en este poema, no tenga en mente que ésta es la primera película de Tarkovski realizada en el exilio, después de algunos años sin filmar. La nostalgia se ve reflejada en los personajes y en el tratamiento de la imagen, hasta darse como una revelación del regreso a la morada de sí mismo, una morada posible, donde los recuerdos reviven y nos habitan. El viaje de Andrei es un exilio, pero, al mismo tiempo, su estado de ánimo, la nostalgia, es un regreso a la cultura, a la fe, a "un oscuro presagio:/ el fin del mundo."

 

El poeta argentino y crítico cinematográfico, Héctor Freire explicó lúcidamente refiriéndose a Tarkovski que lo que hace única a la poesía y al cine es la presentación de los hechos inmersos en cada uno y cambiados por cada uno. "Imágenes -decía Freire- que no sólo viven en el tiempo, sino en las que el tiempo vive". Creo que Penalva sintió esto mismo como motivación para este libro que es un homenaje, a la vez que una meditación, a veces anotaciones al margen, sobre las imágenes que ha elegido de la filmografía del director ruso. No por nada en su rarísimo y lúdico Glosario de imágenes, prólogo (no-prólogo), su amigo y poeta Luis Bagué Quilez, en el ítem correspondiente a "imagen" nos lleva a "cinematógrafo" y luego a "espejo" que define: "Tabla de cristal sin azogue en la que se refleja la biografía. 2. Imagen distorsionada.3. Ruido de la historia al deslizarse por los pasillos. 4. fam. Zarza ardiendo"

En este espejo que es el cine y la poesía, Penalva busca lo que se le ha ido perdiendo en el largo adiós de nuestra existencia. Perder no es solamente fracasar o abandonar el escenario en medio del acto, esencialmente tiene que ver con el rostro humano que nos devuelve el espejo. Tal vez, por eso la originaria pérdida siempre es la inocencia: "Su único equipaje fue/ la tristeza y el recuerdo;/ algunos afortunados pudieron / llevar consigo la vida, pero dejaron/ la inocencia/ al inicio del camino." Así termina el primer poema de esta cronología fílmica de Tarkovski, "los cuatro sueños de Ivan" que se refiere a la película de 1962, "La infancia de Ivan". 

Esta cronología recorre no sólo la obra fílmica del director ruso desde la primera hasta la última de 1986, pocos meses antes de su muerte, sino que puedo decir que es un plano secuencia de comentarios y reflexiones sobre la nostalgia y el tiempo, la verdad y la sabiduría, la búsqueda de sentido y la muerte, el amor y su recuerdo, la poesía y la pérdida, el misterio y lo prohibido, sobre el fin del tiempo y la fe.  No creo equivocarme si digo que éste es el más reflexivo de los libros de Penalva que he leído y donde el monólogo dramático así como la fluidez del verso dan lugar a una conmovedora complicidad y belleza.

El poema “La guerra del fin del mundo” que se corresponde con la película El sacrificio (1986), alcanza una plenitud dramática entre el pensamiento y la voz de la máscara con la que, finalmente, se fusiona la voz del poeta: "Con los años/ uno se vuelve/ humilde/ ante el trabajo/ y habita bodegones/ y estancias/ austeramente decoradas.../ Arde la casa/ de madera/ y vientos,/ arden los libros/ de nuestra infancia,/ arden las camas,/ el mapa de Europa,/ las cortinas, los manteles,/ arde todo/ cuanto quisimos nuestro."

Las imágenes de la película y las del poema consiguen iluminarse mutuamente, en un diálogo enriquecedor, donde las voces del yo parecen arder y fundirse en ese nosotros del "cuanto quisimos nuestro". Solamente cuando la existencia se resume en el "yo he sido", la idea del tiempo adquiere la fatalidad de las distancias y el ardor del fuego.

La voz detrás de las máscaras lucha por sobrevivir, contra la angustiosa certeza de la pérdida y el fracaso. No sintoniza con la nuda facticidad en que se desgarran realidad y deseo, ni disminuye con el ruido intramundano, la banalidad, el éxito y el prestigio. La voz de Penalva busca refugio y morada en las imágenes de la cultura, del cine y la poesía. El estado de ánimo, ese fatalismo de la nostalgia, de la ilusión y la fantasía captan la desnudez del mundo. Hay un escape, una huida que lo regresa como a Shane, a su fatalidad de sí mismo, y con la que rompe el círculo del hablar escuchándose, el sonsonete confesional y autobiográfico. De ahí, las máscaras y el andamiaje culturalista.

La poesía exhorta a estar atentos a otra zona: "recuerden, este es el último/ refugio para quien ha perdido/la esperanza, / pero han de tener fe. / Y, sobre todo, / lleven cuidado/ con lo que desean..."



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