Del posfacio de Jorge Monteleone
Antes del célebre pasaje de la magdalena, Proust usa la palabra azar vinculada al recuerdo en una conclusión muy significativa: “Es tiempo perdido procurar evocar el pasado, todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está oculto lejos de sus dominios y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que puede darnos ese objeto material). Depende del azar que encontremos este objeto antes de morir, o que no lo encontremos”. Cohen sabe también que la composición de las palabras en torno de los enigmas de la historia de sus ancestros –que es finalmente la historia de ese origen que buscan sus libros– tienen una motivación aleatoria y el azar intervino en el encuentro con un objeto material: las fotografías legadas por su tía que se dispusieron un día sobre la alfombra persa heredada de sus abuelos, es decir, sobre la trama de la herencia. Proust se refería a la memoria involuntaria en torno de las sensaciones que ofrecía un objeto material, pero acaso la fotografía no lo es menos. Roland Barthes, que también quiso reencontrar a su madre muerta en las fotografías alineadas, decía en La chambre claire (La cámara lúcida) que no hay nada proustiano en una foto y no restituye el tiempo pasado sino atestigua que aquello que vemos verdaderamente ha sido (“attester que cela que je vois, a bien été). Pero ¿acaso su aparente contundencia no es menos frágil que la sensación fugaz ofrecida por el sabor de una magdalena embebida en té? Al menos lo es en El azar del recuerdo, donde leemos: “hay que tocar el papel / para saber si es verdad / que eso alguna vez aconteció”.
Sara Cohen situó este libro en la vasta tradición que provino de esta técnica literaria, “escribir con fotografías”, inspirada sobre todo en uno de sus más grandes cultores: W. G. Sebald. En una entrevista Sebald declaró este encuentro del azar del recuerdo en la materialidad de la foto. Decía que una fotografía está destinada a perderse en una caja, en un sobre, en un ático, como un elemento nómade con escasas posibilidades de sobrevivir, pero que todos conocemos ese sentimiento vertiginoso al encontrarnos accidentalmente con las fotografías de algunos de nuestros parientes o incluso de alguien desconocido. Es un sentimiento de apelación de un tiempo y de irrupción de algo que encontramos y estuvo extraviado durante décadas –o incluso siglos– cuando irrumpe en el umbral del presente para decirnos: “Estuvimos aquí una vez, por favor cuídanos por algún tiempo más”. La poeta también halló sus objetos materiales por azar, aunque hayan sido legados por su tía, pues no hubo premeditación en ese hallazgo salvo la renovada voluntad de saber. Y en ellos construyó por tercera vez lo inolvidable a partir de todo lo que en verdad faltaba al recuerdo conocido e incluso todo lo que resta de la foto misma, aquella falsa armonía en la detención de la pose que contrasta con las inarmonías de vidas a la intemperie: “Me pregunto / qué eligió mi madre / para llevar consigo / al partir de Francia / hacia una América / desconocida. // Imágenes que observo / calculadas para / el obturador / de un fotógrafo / que no coinciden / con urgencias / y traslados”. Aquello que elaboran los poemas es como un nudo que entrelaza preguntas y enigmas en torno de lo visto y sin embargo no obtiene certezas sobre el tiempo pasado sino aún más enigmas: la vida como “multiplicidad de secretos”. La poeta mira las fotos, las examina con lupa, contempla las firmas y las inscripciones en el dorso, establece y ordena las épocas, constata los parentescos, imagina una ilusión de continuidad en lo fragmentario, el lenguaje la ayuda a clasificar y a dar sentido. Pero al mismo tiempo las palabras sólo constituyen el murmullo del recuerdo, menos en torno de los hechos que, otra vez, del vacío, de la inquietud y de la imposibilidad de saber.
Otra vez el poema testimonia el azar que imponen seres invisibles en el juego de las palabras como si fueran las fichas de un tablero. Ese tablero está hecho con la materia del tiempo perdido. Y ese tiempo se mide con la hora fija y precisa del cuadro de Giorgio de Chirico, las “tres menos cinco”, un tiempo imaginario en “el enigma de la hora”, que se multiplica en las apuntaciones temporales precisadas en los poemas como si quisieran fijar el pretérito: “1956”, “14 février 1924”, “diciembre 1925”, “1975”, “mayo 1936”, “Esmirna, 1922”, “1938, París”, “1946”, “Lyon, 1941”. Pero el efecto documental de las fotografías no corresponde al orden de la historia sino al desorden del poema y se hunde en la paradoja. Es en lo imaginario del poema donde a la vez se restituye un tiempo perdido y se pierde la vida misma por la interpósita imagen. En esa inadecuación, en esa espontánea incertidumbre, en la permanencia de la impermanencia la poesía tiene lugar, precisamente allí mismo donde los lugares y los tiempos abren para el sujeto del poema y sus lectores el desfiladero incierto de la palabra y del silencio.
En el último poema del libro, “El azar y el fotógrafo”, mientras se fuga el tiempo a punto de desvanecerse, el tiempo que resta incluso para quienes murieron “sin haber tenido tiempo”, hay un último instante de plenitud suspendido en el imaginario. La poeta escribe que hoy tiene quince años, que hoy desearía, de hecho es lo que más desearía, almorzar con su padre en una vereda porteña “y decirle adiós a la nostalgia”. Así comprendemos que el único tiempo del poema es el hoy aunque se escriba en pasado o se lance al futuro, aunque la trama de los relatos se teja y se desteja en torno de sus huecos: un presente perpetuo alzado contra la muerte, batalla inútil y esplendorosa librada al azar del recuerdo una y otra y otra vez.
Tres poemas del libro
El enigma de la hora
de tanto ser durmiente
y soñar, el hilo débil
del recuerdo perfiló
un camino al que acuden
los visitantes
vuelven años y años
y alguna hora
la hora en la pintura
de Giorgio de Chirico
es un enigma
hora que no muta:
tres menos cinco
vivo en paralelo
a los recuerdos
pequeños papeles
plegados al viento
historias pretéritas
estuve en tantos lugares
corredizos sin rumbo
que al vivir inadvertida
un llamado
-coraje de la palabra-
se estremece la llama que despierta
el anhelo y busco saber
qué encierra esa pintura
caudal ilimitado de pensamientos
que aluden a horas que no son
las tres menos cinco
¿acaso esa hora inmutable
alberga todas las horas?
desde que París pasó a tener
la hora de Berlín
cambiaron
el rumbo de las horas
para tu madre
y cambió el continente
mediante un barco
y un viaje
te preguntaste sin certeza
alguna que te cobije
si tu madre se habrá quedado
esperando volver a París
al ser liberada la ciudad
si a tal punto puede
cambiar un destino
es evidente que
cada hora es única
el recuerdo pulsa
en el interior de
un cascarón
a romper
las fotos esparcidas
sobre una alfombra persa
-la de tus abuelos-
dialogan entre sí
sueños y visitantes
juegan con una plenitud
que devendrá
ausencia
la hora de Giorgio de Chirico
te interroga, desde su aguja
inmutable
en las tres menos cinco
Éramos felices
infancias, invento
memorioso
de imaginaciones
golosas
ávidas miradas
hacia otros tiempos
historias, tejidos
en el secreto cofre
de una mente
trasnochada
mi tía Martha me obsequia
un sobre con fotos
en su mayoría anteceden
a mi nacimiento
elijo entre 1923 y 1975
y me detengo ahí, en 1975
la letra de mi abuelo
al reverso de alguna foto
la de mi tía en otra
ella flota entre tres tiempos
del primero, infancia en París,
dice, era muy grande
el departamento de París,
Becky nunca se recuperó,
¡éramos felices!
hay que circular
con cada fotografía
de habitación en habitación
a la hora en la que el sol
ilumina una u otra ventana
para tener claridad
acerca de lo que se mira
como si cada ventana
fuese la de aquel
departamento de París
y Becky, mi abuela,
estuviese
-como otrora-
allí en su dicha
Tarde estival
tan sólo con cruzar
bien la calle
mi madre podría
no haber muerto
el día en el que
murió
pienso en el invierno
del Norte
¿a qué hora
se prende en invierno
el farol que ves
desde tu ventana?
se lo pregunto
desde la ferocidad
del calor de nuestro
verano
interrogo ese frío
desde mi tedio estival
interrogo esa imagen
en la que veo la nieve
y el farol
a las 16.15, me responde,
y la noche cae a las 16.45
pienso que ningún verano
se parece al anterior
y que no todo es
cómo se lo cuenta
¡qué gran suerte,
mi amiga me responde
pronto!
se ilumina también
mi calle con su farol
en el Norte
hace frío
escaparía al recuerdo
(si pudiese)
lo mismo que hiere
a veces sana
ella me dice:
nosotras que fuimos
niñas observadoras
somos ahora escritoras
tenemos nuestro cofre
expuesto al azar del recuerdo
pero -le digo yo-
hay que cambiar de día
y de hora y de lengua
para contar esa historia
que huye de todo relato
dejarse ir
por un hueco oscuro
y callar
hasta que surja
un murmullo
de esa historia
que se cuenta sola
casi sin nuestra pluma
sí, me dice ella,
viajaría hacia el calor
del Sur
me pregunto
-tarde estival-
qué relación existirá
entre su historia
-la de mi madre-
y su forma
de morir
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