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por Roberto Raschella

El Bruto Muro de Alejandro Cesario


Alejandro Cesario: Visión y pensamiento.

Acaso fue un instante, un primer instante, del que no se ha tomada inmediata conciencia, un instante aparentemente efímero, y después una sucesión de instantes, capaces de producir fulguraciones, y un texto, constituido por imágenes y en estructuras seriales, con un sentido, una cadencia, un ritmo. En pleno fascismo, allá por el 30, desde su metafórico balcón de las ocasiones expresaba Eugenio Montale: “La vida que dona algunas luces / es la que sólo tu ves. // A ella te asomas desde esta / ventana que nos ilumina”. El trabajo que supone que la lectura atenta de todo verdadero poeta siempre requiere tratar de desentrañar justamente el enigma de su expresión, el porqué y quizá el cómo de esa ambigüedad propia de la poesía no juramente testimonial o autobiográfica. Alejandro Cesario, declaraba ya en el Ciervo negro, uno de sus últimos libros y lo hacía de modo programático, su deseo lingüístico y existencial de buscar “en lo ridículo, en lo escondido, en lo que nadie ve (y nombra)”. Se trata de ver y nombra entonces, y, en el caso de Alejandro, también se trata de “caminar de oeste a este (las palabras son las que me arrastran)”, tal como leemos en Estación de chapas, a la búsqueda del otro, al extremo de sentirse otro y de encontrar allí, en la riqueza de las imágenes, una voz propia, más allá de la ocasión o de la denuncia ardiente, voz propia que “escarba en la lengua materna, murmulla un dialecto lejano”. Es el pasado, es el presente, como un pasado que persiste: es la familia, el barrio, la herencia afectiva, los viajes, todo el venero de hechos y objetos transfigurados y fatalmente encadenados en el acto de poesía que une experiencias vitales y significados, pero siempre conservando “el sonido de mis pasos isócronos” o la escritura a hachazos. Así, entre el propio cuerpo que camina y camina a la manera de quien empuña una cámara obstinada en registrar el documento fílmico y a la vez acechar “el milagro de las palabras”. Es visión, y es pensamiento, propone Alejandro. Hace casi dos siglos Josef von Eichendorff escribía: “algunas cosas se pierden en la noche. Ten cuidado, permanece despierto y activo”. Algo semejante al gato que acecha como sugería Gastón Bachelard ya en siglo veinte, teorizando también: “el momento verdaderamente sintético en que, cuando la conciencia de lo irracional se transforma sin embargo en el éxito del pensamiento… ese instante del conocimiento naciente… convertido en la fuente inagotable de nuestra intuición”. Y después agregaba citando a Mallarmé: “cada alma es una melodía que debemos reanudar”. Y una melodía puede ser esquiva, puede interrumpirse en algún momento por disonancia o por violenta contaminación de otro material lingüístico. Libro por libro, poema a poema, aún en sus títulos leemos por ejemplo en Alejandro que el familiar “nunca pudo terminar el bruto muro de la casa propia” o que “el viejo harapiento… talla un trozo de madera”, y también hay “una huella abandonada al costado de un camino (que) sigue siendo una huella” o “la mano de mi padre sellada (que) me acaricia”. Detalles, primeros planos algún traveling repentino, en la gran ciudad o en los oscuros suburbios (“calles con prosodia”) y en los caminos patagónicos (“Es todo mutismo, soledad, sequía. Es la Patagonia”). Y la melodía surge constante, mezclada a “la rabia de antaño”, la rabia de secular origen, inspirada en las historias de tantísimos seres -los otros- casi siempre sin nombres, sujetos históricos de infortunios, de escarnio, de privación y olvido. La melodía, el dolor. Y sin embargo, en los trenes que lo llevaban a infinidad de destinos, dice Alejandro Cesario, “me aferré a la palabra más bella: libertad”.

Roberto Raschella.

Tiempo

Casi en la igualdad.

Hay cicatrices,

calles con prosodia.

Yo leo las escrituras ignoradas,

los paréntesis,

regreso a las arterias del potrero,

a la antigua palangre de mi barrio

en óbito creciente.

Así de simple

A Manuel, mi bisabuelo

Vino desprovisto,

trajo la espera entre sus manos.

Rescoldo que lo desgarra.

Pulgar amputado.

No lee.

Alma cuarteada.

Boca empastada.

Conato descienden sus fornidos brazos

con los últimos rayos del poniente,

sus gruñidos, su voz acémila,

su cuerpo cernícalo,

hollado en la morriña.

Pañuelo de cendal sostiene su estampa.

Pico y pala… pico y pala…

nunca pudo terminar

el bruto muro de la casa propia.

Pelón

Se alumbra

con sesgo de luz ambarina.

Ropa harapienta,

manos ajadas curtidas,

borsalino de fieltro negro,

cerilla en la boca.

Carro pelado

en búsqueda de chorra,

penco que bostea,

relincho que humilla,

botella escorada.

Zapala

Respiro sediento sobre las vías muertas, enmohecidas.

Yuyos crecidos granan a los hierros despreciados.

Voces otrora resuenan en la estación acallada.

Vagón de carga sobre rieles amnésicos.

La virgen de Luján en beatitud excelsa tapada por el polvo térreo.

El sol que se urde incinerando la fugaz esperanza.

Me siento sobre un durmiente prístino.

Es todo mutismo, soledad, sequía.

Es la Patagonia.

Agonía

A mi abuela

Lentamente la peino.

Suspira sus postreros pesares

que se desploman sobre mí.

Hediondez que viene de la cama de al lado.

Ojitos pegoteados.

Ósmosis de calma y desesperación.

Oxígeno hueco.

La vuelvo a atusar con mucha timidez.

Lo único que sobreviven

son los bártulos que velan en la memoria.

Aguardo que el cielo linde sobre ella,

que se vaya por la cánula de su puericia.

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