Ioana Catsigyanis
Kimono
y otros textos inéditos
Ioana Catsigyanis (Buenos Aires, 1976) estudió Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de París IV. Fue profesora de literatura y de griego clásico, investigadora y correctora de estilo en diversos sellos editoriales. En el año 2006 se radica en París para especializarse en literatura griega contemporánea bajo la dirección del Profesor Henri Tonnet. Actualmente se desempeña como profesora de lengua y culturas hispánicas en Francia. El paso del equilibrista es su primer libro de poesía. Las hilanderas y Ruta 197 son sus dos nuevas series de poemas, todavía inéditas.
KIMONO
Todas las mañanas, la vendedora de ropa cruza las vías de la estación con pasitos cortos y se dirige a abrir su tienda de ropa “Kimono”. Es el último negocio de la galería y, para llegar, hay que atravesar los primeros locales, casi siempre usurpados, con remeras expuestas como si fueran carteles y pantalones de jeans colgando del techo. También hay un puesto de panchos, que emana desde temprano el vapor grasiento y familiar de la galería. Justo al fondo, se distingue “Kimono”, con su vidriera amplia y la ropa prolijamente acomodada, de estilo sobrio, para las mujeres que desean cuidar la elegancia, incluso al costado de la ruta.
Su padre, el Sr. Tamazaki, tiene un vivero detrás de las vías del tren. Se lo puede distinguir, justo antes que comience el barrio de casillas de chapa. El Sr. Tamazaki se levanta a las cinco de la mañana para comenzar su trabajo. A esa hora la señora Tamazaki le ceba unos mates y se pone a remover la tierra de la huerta.
Por las tardes, la señora Tamazaki recibe a su grupo de alumnas de arreglos florales en el comedor. Las mujeres llegan con canastos repletos de tijeras de podar, esponjas y masas de confitería. Mientras se ríen de sus ocurrencias y toman el té en pocillos blancos con dragones azules, cortan hojas y acomodan flores y ramas. De repente, todas advierten que en el florero una vara de falianopsis, erguida e inmóvil, como una flecha, revela una gracia particular. La señora Tamazaki hace una reverencia y sonríe a sus alumnas. Los ojos se le afinan y se pierden en la cara redonda y blanca, como de orquídea.
Al atardecer, la vendedora de Kimono, atraviesa el campito que está detrás de la estación, sombrilla en mano, entre los pastizales, rumbo al vivero de sus padres. Todavía hay chicos que juegan al fútbol a esa hora, mientras que en la parrilla encienden el carbón para asar la carne de la noche. Al fondo, el sol cae, entre los vagones viejos y abandonados en el depósito del ferrocarril.
RUTA 197
El cielo seguía oscuro a pesar de ser casi las ocho de la mañana. En la camioneta, vieja y destartalada, que manejaba mi padre, el frío entraba por todas las hendijas y así sacudiéndonos ante cada bache, avanzábamos por la ruta 197. La radio ocupaba el silencio, con noticias intrascendentes, de esas que rellenan un domingo por la mañana. Solo la interrumpía el ruido del motor, cada vez que la camioneta amagaba con detenerse del todo, luego de un pequeño trayecto en punto muerto. La ruta parecía completamente desertada de toda presencia humana, salvo por algún ciclista o un grupo de jóvenes que volvían a sus casas, trasnochados.
A mi derecha, el paisaje se sucedía borroso, como por detrás de una nube de polvo o un vaho de humedad. Patios traseros con ropa colgada, terrenos baldíos, gomerías, depósitos de escombros, en una monotonía que se acercaría al gris si no fuera por los colores de los restos de afiches pegados en las paredes. Cada tanto, el césped bien parejo y la pulcritud de una iglesia evangélica eran seguidos por montañas de ladrillos desmoronándose, como restos de una civilización desaparecida. Por la banquina, un hombre mayor avanzaba a caballo, con sombrero y al galope. Su presencia me hace prestar atención a algunos de los molinos de viento; todavía siguen en pie no lejos de la ruta, una vida rural que persiste bajo la capa de asfalto y chapa. Poco después, el tintineo del paso a nivel en la estación de Ingeniero Maschwitz, algunos pasajeros atraviesan la ruta corriendo para alcanzar el tren; de repente la mole de fierro amarillo zarpa de la estación, como un trasatlántico descascarado a campo abierto. Fin del tintineo y la barrera nos deja seguir viaje.
Llegamos. Desde la camioneta salto lo más lejos posible, para evitar la banquina de agua y barro. Mientras mi padre se entretiene cerrando la camioneta, yo observo la construcción de madera con techo a dos aguas, oscurecida. La galería, que se extiende bajo el alero norte de la casa, conserva dos viejos sillones de jardín, oxidados, que dejan entrever la vida que supo tener la galería durante las noches de verano. Bajo el escalón, se extiende el terreno, donde conviven las chapas que deja tiradas el taller de autos vecino y un resto de jardín, ahora asilvestrado, donde sigue en pie un aljibe. Las matas fueron urdiendo su tejido, minuciosas, hasta hacer suya la casa, devorarla o enterrarla, bajo flores diminutas.
MICRO
Acurrucada en el asiento del micro, pasa la ruta. Todos duermen. Solo se escucha el aire desplazado por la velocidad, las gotas que se arrastran por la ventanilla como la estela de un barco que se hunde mar adentro. La mente se deja arrastrar también por el movimiento, terso, sin interrupciones.
Detrás de la cara que reflejo, se sucede, rugosa, la oscuridad cerrada del campo, y cada tanto una luz parpadeante, como una isla lejana. Entre las hendijas, se cuela el olor a maleza, a animal salvaje o monstruo marino. Las notas largas de un clarinete se introducen, como brazos, a palpar el descampado. Los ojos también buscan abrirse paso entre los acordes para tantear el hilo, la ruta enrollada en sí misma, la intuición borrosa de un porvenir. Brotan graznidos de pájaros, un alfiler en la memoria, el clarinete se tensa, la mente se reacomoda en el asiento.
A veces aparecen construcciones rudimentarias, la llegada a un pueblo, un puerto en medio del campo. Los postes, como mástiles, corren hacia atrás y van frenándose. Primero un motel, luego un boliche y una estación de servicio. Una pareja camina de la mano. Una parrilla de ruta con brasas encendidas todavía y alguien que apila sillas de plástico. Un hombre solo y a oscuras, en una reposera, en el techo de su casa, buscando esa única estrella donde fijar la vista y recoger su luz, entera y fría.
La sensación de levantar vuelo, cuando las ruedas se aceleran sobre el asfalto; un pueblo que se pierde y esa especie de añoranza fugaz al abandonar cada resto de vida, que seguirá ahí, para convertirse en una impresión y el micro la vaya dejando atrás, a velocidad de ruta.
LA REINA
Nos cruzamos de vereda y, al irnos acercando a las Grandes Tiendas La Reina, los cientos de botones multicolores, ordenados en escalas cromáticas ascendentes y descendentes, del más oscuro al más claro, de variadísimas formas y tamaños, parecen transportarnos, por un rato al menos, al mundo cándido, fantasioso, de la moda de figurines para señoras. Entramos y el local está superpoblado de rollos de telas, de colores, texturas y estampados que esconden, cada uno, la promesa de un traje único, y a medida, para una ocasión imaginaria. La vendedora, al vernos, corre a buscar una silla para mi abuela. La conoce y sabe que no puede estar mucho tiempo parada.
El encargado, con aires de modisto elegante y un leve fastidio en el rostro, se acerca a saludar a mi abuela y le extiende la mano. “Deme dos metros de tafetán bordó”, le ordena mi abuela. El modisto busca el rollo y lo apoya sobre el mostrador. Toma el extremo de la tela y la sacude para desplegarla. La tela corcovea, acompañada por las manos suaves del modisto, en un espectáculo de brillo y sonidos ahogados, el del rebote del rollo y el despliegue del tejido sobre el mostrador. Viene el momento de recostar la tela sobre la regla, rígida, para decidir por dónde cortar. ¿Dijo dos metros, señora?
La tijera oscura y determinada recorre la superficie, y la desgarra. Siento en el pecho la caricia, un cosquilleo que queda flotando en el aire.
MAQUINA DE COSER I
Algunas tardes de invierno, mi abuela abre su máquina de coser, como quien se reencuentra con la ropa vieja amontonada en el fondo del armario. A fuerza de pedal, van saliendo escenas de otros tiempos, que hace mucho no recuerda. Con la mirada fija sobre la aguja que avanza sobre la tela, se queda callada, como si remontara río arriba, a visitar parientes del pasado.
Yo la acompaño mientras hojeo sus libros de costura. Me imagino con esos vestidos, invento retazos de futuro. Voy viajando hacia ellos como en un tren, mecida por el ruido de la máquina. El vapor del caldo de verdura se extiende por la casa y entro al comedor en puntas de pie. La luz blanca nos ilumina y cada una se sienta a cenar en su propia película, los ojos vueltos hacia adentro, dos muñecas antiguas y la sonrisa perdida.
BENGALAS
DOMINGO DE SOL
El cielo es celeste de punta a punta,
oscurecido de golpe
por una bandada de gorriones que levanta
vuelo, mientras que en el aire se respira
la primavera, aún fría, mezclada con el humo
del carbón recién encendido en los patios.
En el terreno de atrás de la estación
la feria de los domingos está terminando.
Los vendedores desarman los puestos y apilan
cajones con verdura marchita. Algunas frutas
quedan desperdigadas en el piso, entre charcos,
sin despertar más interés que el del hocico
de un perro vagabundo. Justo en frente
del terreno, en el jardín de una casona
algo despintada, yace, florecido, el cerezo
de la cuadra. A sus pies, un grupo de chicos
de la asociación japonesa se prepara
para almorzar, inmersos en una nube rosada.
Bajo el cerezo y como quiere la tradición, allá lejos.
Por la tarde, en el salón de la casona colonial,
una feria japonesa
recibe a los visitantes, entre puestos de plantas,
kimonos, vajilla de porcelana, lápices de colores,
termos de té y dulces de arroz y rosa. El viento
recorre el salón y hace tintinear los cascabeles
de los móviles que adornan los stands. Las grullas
de papel plegado se balancean, como si levantaran
vuelo. Chicos y grandes esperan la ceremonia
de la noche. El día se clausura con una ofrenda
de fuegos artificiales, con la promesa
de que guíen el alma de los ancestros. Entre
la multitud, me estiraré como el único
abeto del barrio, para acompañar
las bengalas, los estallidos que se desvanecen,
las esquirlas que se hunden en el cielo.