LA CULTURA DEL OLVIDO
por Miguel Loreti
En su relato Cirugía psíquica de extirpación Macedonio Fernández figura una suerte de ablación de la zona del cerebro donde residen nuestras anticipaciones. Despojados de ese calvario los felices mortales quedamos liberados de las angustias del futuro. Claro que como algún precio hay que pagar, al mismo tiempo nuestra vida queda reducida a una existencia vegetal. Pero esa figura dista mucho de ser el mero producto de una mente febril. La realidad no tardó en perfeccionar la cirugía de Macedonio. A diario, no solo nos amputan el futuro, el mismo pasado es extirpado de raíz y en forma totalmente indolora, sin que nos demos cuenta, a gusto y placer.
Hace unos días tuve una muestra. Viajaba en subte. Poco antes de Palermo subió una chica y se paró delante mío. Se bamboleaba acunada por el traqueteo de los vagones. Metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño aparatito, pulsó los botones y cambió el tap tap que marcaba con los pies. El cable que salía del aparato terminaba en sus oídos. Alcanzaba a oír el eco de una música estridente. Antes de llegar a la próxima estación volvió a meter la mano en el bolsillo y repitió la operación, presa de un frenético furor. No podía quedarse quieta. Repetía el ritual una o dos veces entre estaciones, saqué la cuenta, cada minuto. No era la única, otros pasajeros se entretenían haciendo algo parecido con sus teléfonos celulares, los sacaban del bolsillo, apretaban los botones, acercaban el aparato a su nariz y ponían los ojos bizcos. Parecían mirar algo con mucho detenimiento. Pensé que –todos- debían esperar un mensaje muy importante. Pensé lo que hubiera sido un celular en manos de los profetas.
¿Qué era lo que necesitaban llenar con tanto movimiento apurado?. No podían quedarse quietos, no dejaban los dedos en paz. Me dije que lo que debían llenar con todo ese frenesí era el tiempo, porque el tiempo es difícil de llenar.
Decía Whitehead que toda la filosofía occidental eran notas al pie de la obra de Platón. Y razón no la faltaba. Lo repetimos día tras día, la mayoría de las veces sin saberlo, aunque pretendamos estar inventando la rueda. La cosa es que Platón sostenía, y no sin algo de razón, que conocer es reconocer. Desconfiado como era de nuestras capacidades creativas, imputaba la creación a un único ser, privilegiado, la Idea o el Ser supremo, en sus palabras el Bien. Para Platón aquello de Píndaro en sus Pitias: Oh alma mía no aspires a una vida inmortal, eran puros embelecos. Vivía en otra época, cuando ya la confianza en el hombre y sus creaciones se había desvanecido. Tiempo de demagogos y no de políticos, de oligarquías y no de democracia. El alma era inmortal, y debía serlo para que pudiera albergar desde siempre a las Ideas, los arquetipos de las cosas, que también eran eternas. Para Platón nuestro conocimiento, de segunda clase, no era capaz de la creación, no había lisa y llanamente creación humana. De ahí que si conocemos es porque en nuestra alma –inmortal- persiste el recuerdo de las ideas. Es de lo que trata su doctrina de la anámnesis. Para ilustrarlo recurría a una bella figura, la del cruce del río del Olvido, el Leteo. Una imagen que puede parecernos extraña, pero no por eso es menos cierta. La Lethe, que quiere decir precisamente eso, ocultar, olvidar.
Nuestro conocimiento nunca es un conocimiento en bruto, siempre es autoorganización de la experiencia, de modo que antes de formarnos la imagen de esta o aquella cosa, intervienen un cúmulo de experiencias que la condicionan y organizan. Es un tipo de experiencia que Kant llamó pura o a priori porque lógicamente sucede antes que el conocimiento de las cosas particulares. Y esas experiencias nos exceden, en esto también Platón estaba en lo cierto, de modo que el conocimiento es una suerte de reconocimiento. Claro que nos exceden no porque provengan de la Idea del Bien o de la Mente Divina sino porque son el producto trabajoso y anónimo de la sociedad en que vivimos, y en algunos casos, proceden de capas tan arqueológicamente profundas que casi podríamos imputarlas a la especie. De modo que en este sentido conocer es recordar, tiene que ver con el pasado.
Y si hablamos del pasado, estamos hablando de ese tiempo que la chica del subte pretendía llenar como si se tratara de un depósito. Pero ahí no se termina la cosa. Si conocer es reconocer el presente está íntimamente ligado con el pasado. Nos cuesta entender que el pasado se entrometa con el presente. ¿No decimos una y otra vez que hay que vivir el presente?. Hasta nos vanagloriamos de eso. ¡El eterno presente!. Sería algo así como el producto de la extirpación de Macedonio. Pero el presente se debe al pasado, no solo porque proviene de él, sino porque no es sin el pasado. Como sabemos, en la Crítica de la Razón Pura, Kant se pregunta cómo puedo conocer, tener experiencias de esta o aquella cosa. Y se pone a trabajar con lo más obvio y directo, el espacio. Cómo me las arreglo para percibir ese árbol o ese aparato de teléfono que están ahí delante, a la mano. Porque el espacio es contiguo y todas las partes del árbol se me presentan simultáneamente como una unidad, pero la percepción es sucesiva, nunca percibo algo como un bloque, aunque así me parezca ingenuamente, siempre percibo en sucesión una parte después de la otra, y el árbol, al árbol lo compongo en mi imaginación. De modo que la percepción, el conocimiento que creemos más directo y que constituye la base de nuestra experiencia no es tan directo, es una composición. Composición, poner-con, en griego sín-tesis, no se trata de una construcción, poner capas unas sobre otras, sino de componer. Y para componer las múltiples partes del árbol o del teléfono, tengo que haberlas retenido, ¿dónde? en mi memoria, y después tengo que re-componerlas, re-unirlas. En la percepción intervienen la memoria y la imaginación, al menos una imaginación “segunda” capaz de re-producir lo re-tenido, pero no solo eso, la presencia del presente requiere del pasado. Hay un hilo que queda suelto en todo este análisis, cómo hago para re-unir, volver a conducir a una unidad toda esa multiplicidad que he retenido. Y en este punto Kant hecha mano de las anticipaciones que quería extirparnos Macedonio, tenemos que anticipar un dibujo –Kant lo llama esquema- una imagen-esbozo de la cosa que le provea unidad y nos permita re-unirla. No se trata ya solo de una imaginación “segunda” que se limita a re-tener las imágenes, sino, que encontramos otra cara “primera”1 de esa imaginación, creativa, productiva, capaz de con-ponerlas en una unidad. Anticipar y retener, la delgada trama del presente está hecha de pasado y de futuro. ¿Y el eterno presente?, será cosa del reino vegetal.
Anticipar es proyectar, tirar hacia delante. Futuro es proyecto. Proyectar, arrojar-hacia una imagen deseada para realizarla. Deseada, querida, nuevamente los “molestos” afectos vienen a meter la cola. Recordar no es simplemente emprender una búsqueda binaria tipo computadora, porque esa búsqueda es guiada por los afectos, y eso es lo que diferencia a la búsqueda humana de las máquinas de Turing, la nuestra es sobresaltada por las pasiones. En el recordar intervienen los afectos, el corazón –cor, cordis-. El futuro se abre proyectando. Al arrojarnos hacia abrimos un espacio entre el ahora y el todavía no. El hacia que nos permite respirar y movernos. Ese espacio es lo que vendrá. De modo que el presente viene del futuro.
El ser, para los humanos, es tiempo. San Agustín y Heidegger –siguiéndolo - dijeron algo de eso. Por su parte, Castoriadis agregaba que el tiempo es, como el ser aristotélico, un pollajós legómenon, multívoco. No hay un tiempo, sino tiempos. Y no solo se trata de la diferencia entre tiempo objetivo y subjetivo, sino de que cada forma social, cada cultura instituye su tiempo. Dicho en sus palabras el tiempo es una institución social, una significación imaginaria. Porque hay un tiempo objetivo, el de los relojes como lo llama Heidegger, es el tiempo del que habla Newton en sus Principia, que fluye uniformemente. Pero también hay un tiempo subjetivo, del que nos hablara San Agustín. Podemos darnos una idea si pensamos en el propio Newton escribiendo afanosamente sobre el tiempo objetivo, en sus palabras, absoluto. Digamos que en ese momento podemos suponer plausiblemente que su tiempo no fluye uniformemente, que Newton ahí sentado, podemos verlo, “sin hacer aparentemente nada”, no se aburre, y que su tiempo se agita y lo agita, que se acelera impulsado por la pasión de conocer. Ese tiempo, que se nos escurre como el agua entre los dedos, según la bella imagen de Cesar Vallejo, es el tiempo subjetivo. Y ese tiempo, el tiempo humano, que no tiene nada que ver con el otro, el objetivo, también a su vez se dice de muchas maneras. En primer lugar, nunca es el tiempo “subjetivo” de un individuo aislado, es un tiempo histórico social, una creación social y a su vez escandido, marcado al ritmo de las creaciones. Cómo sucede lo que sucede depende del tiempo que hayamos instituido. Y no solo nosotros como individuos, sino por sobre todo, por sobre nosotros, antes que nosotros, la sociedad en que vivimos. El tiempo es una institución social, y una institución primera.
Así nos encontramos con la avidez de novedades de que habla Heidegger para caracterizar el vacío del hombre actual, ese hombre que está insaciablemente a la espera de “nuevas” experiencias, aunque en el fondo, como veremos más adelante, se trate de la misma pobre experiencia calcada al infinito. Claro que en esto Heidegger se equivoca, y Luckacs tiene razón en criticarlo, esa avidez inauténtica, no pertenece al hombre sin más, a un Dasein ahistórico, sino a un individuo histórica y socialmente situado. Podremos hablar de la lentitud o la velocidad, de ese momento que se estira hasta la exasperación y parece no dejar de transcurrir, donde los segundos duran horas, o de ese otro tiempo atropellado hasta el frenesí. No hace falta ir demasiado lejos, a tres cuadras de mi casa recorremos la avenida y somos asaltados en menos de 100 metros por una treintena de carteles luminosos que nos llaman y golpean nuestros sentidos. Luces, destellos, variedad de colores, imágenes pretendidamente incitantes que por otra parte se vuelven insignificantes. No podemos llegar a comprender como en tan poco espacio nos asalten tantas sensaciones. Un tiempo en el que pasa tanto que no pasa nada. ¿Por qué?
Desde otro punto de vista podemos decir que hay un tiempo cerrado y un tiempo abierto. Nuevamente depende de nosotros. Pensemos en el tiempo de la religión. En el tiempo que instituyen las sociedades religiosas judeo cristianas. Ese tiempo está cerrado, el futuro está escrito. Y lo está al pie de la letra. Es el tiempo de la esperanza, y la esperanza es la negación de la espera, no hay nada que esperar, todo ha sido dicho, y escrito. El fundamento y el sentido nos prometen otra vida. La institución judeo-cristiana ha abierto la caja de Pandora. Si el futuro está escrito no hay más nada que agregar.
Claro que las sociedades humanas podemos instituir otra forma del tiempo. Se trata de las sociedades que han aceptado lúcidamente la propia finitud, su mortalidad como individuos y como culturas, su radical limitación, y voy a usar una bella expresión griega, muy común en Platón, que obran katá dynatón, en la medida de lo posible. Actitud que conlleva la capacidad de cuestionar tanto las propias ideas y valores como las instituciones heredadas, en otra palabra, la filosofía y la política, la libertad. Un tiempo abierto, a la espera de lo inesperado, escandido por hechos significativos, por las creaciones, la instauración de formas auténticamente nuevas. En el sentido en que Hegel decía que los grandes hechos históricos “hacen época”, inauguran un nuevo tiempo. Pensemos en la medida del tiempo que usaban los griegos, las olimpíadas y no la regularidad de los años, tal suceso ocurrió durante la décimo tercera olimpíada, en el mismo sentido en que nosotros nos referimos a la “década infame” o a los también infames años “noventa”. En ese caso la medida del tiempo no es regular ni apta a la cuantificación, sino escandida por hechos significativos, que han dejado su marca. Y para nosotros verdaderamente comprometedora y significativa.
En Il gran bugiardo Federico Fellini nos habla de ese tiempo de la creación, un tiempo que no está reservado a los “grandes creadores” ni a los “genios” sino a todo ser humano que reconozca su propia finitud, se decida por su autonomía y en consecuencia se abra a lo inesperado. Fellini nos habla de la attesa, la espera. La creación instituye sus propios tiempos, puede tratarse del tiempo presumiblemente febril de Colleridge escribiendo su Kubla Khan como de la espera de la significación, de la imagen como signo, “la isla remota” de Borges. Ocho y medio ilustra burlonamente esa espera, así como la incomprensión de la espera. Podríamos decir que la película es la batalla entre esas dos formas del tiempo. Estar a la espera es lo contrario a la esperanza, para estar a la espera nada puede estar garantizado de antemano, lo que suceda será en la medida de lo posible. En Sobre la escritura Raymond Carver nos dice algo por el estilo. “Toda narración debe transmitir la sensación de una amenaza”, debe estar presente ese sentimiento, esa sensación de que “algo va a pasar”, es lo que nos incita a seguir leyendo, línea tras línea, página tras página. Lo que Carver llama amenaza tiene que ver con el proyecto, la narración debe arrojar hacia delante una significación oculta en el presente y que es lo que nos mueve a seguir, nos impulsa, abre una distancia donde movernos, un tiempo por venir.
Hace unos días volví a ver la Dolce Vita, como toda gran obra nos sigue hablando, todavía nos angustia. Esa escena final de la fiesta en la casa de la playa, para Marcello el tiempo se dilata hasta la exasperación, rodeado de personajes que no saben qué hacer, que no tienen futuro. Era la noia de los 60, el vacío a flor de piel. A pesar de su vigencia, ese aburrimiento parece no tener nada que ver con el siglo XXI, aunque por debajo se agiten las mismas corrientes, en solo 40 años la forma de aparición del fenómeno ha cambiado, hoy en día hemos recubierto el vacío con gruesas capas de pintura brillante, vivimos atragantados de consumo y como sabemos el consumo no se sacia jamás, es una rueda loca que gira sobre sí misma sin detenerse según la feliz imagen de Hegel, siempre exige más, nosotros necesitamos llenar nuestro tiempo con baratijas intrascendentes, una suerte de espejitos de colores producto de la tecnología. Y no solo el consumo. Ese consumo lleva detrás una trampa mortal que maniata a los consumidores, hasta reducirlos a la servidumbre. Se paga después. En los Estados Unidos, la nación más “próspera” del planeta, el crédito para consumo alcanzó al equivalente a un año del producto. Es el “milagro” de la era Clinton. Para poder seguir el ritmo a la fiebre del consumo los ciudadanos norteamericanos han debido endeudarse en un año completo de su trabajo. Claro que quien debe está a disposición de ... aunque ya no haya prisión por deudas. Por motivos parecidos hace casi 3 mil años ocurrieron en Atenas las Reformas de Solón.
¿Por qué comprometer todo un año de trabajo? Para seguir consumiendo. ¿Qué?. Una montaña de insignificancias. Para poder seguir haciendo zapping, con el televisor, con los sentimientos, con el deseo.
El zapping tiene que ver con el tiempo, y el tiempo a su vez tiene que ver con el proyecto. Pero ¿cuál es nuestro proyecto, y, en todo caso, tenemos algún proyecto?.
Una cultura descansa sobre una madeja de valores, esos valores son aquello a lo que asignamos más peso en nuestra existencia. Lo que Castoriadis llama significaciones imaginarias sociales son un producto del imaginario colectivo anónimo, nadie las discute, son un suelo, nos paramos sobre él, aunque a menudo no reparemos en él. Y ¿de dónde vienen nuestros valores?.
Sobre el trasfondo de la Modernidad el Capitalismo se formó instituyendo dos significaciones centrales que constituyen lo más valorado por nosotros: la voluntad de dominio generalizado y el siempre más, lo que Adam Smith llamara el Máximo Producto. Ese siempre más es el valor más importante, su valor Capital, de ahí el Capitalismo. Parafraseando a Smith tener que producir siempre más sin reparar en nada. Todo debe ser revolucionado, movilizado detrás de ese Máximo. Sin reparar en nada, de ahí que el Máximo exija a su vez en el plano moral una Máxima Vil, una suerte de oxímoron ético, el lema de los Masters: para nosotros todo, para los demás, nada.
En sus orígenes esa exigencia de maximización absoluta estaba ligada al Destino y la Predestinación. Es el lugar del Protestantismo. Nuestras obras en la tierra están ligadas a nuestra suerte en el más allá. Nuestra buena fortuna era un signo del designio divino. De ahí la valoración que aún hoy hacemos del éxito. Es en base a esa creencia ciega en la Fuerza del Destino, una necesidad más allá de nuestras fuerzas, que se erigió el Capitalismo. Aunque a poco andar esa Fuerza fue encubierta, olvidada, o en el mejor de los casos disfrazada por la confianza en una Mano Invisible, un mecanismo “racional” en equilibrio. Creencia cuasi “mágica” que aún profesan nuestros sedicentes economistas “científicos”. De modo que el siempre más quedó entronizado como valor supremo. Ese es el fundamento de nuestra cultura, en él creemos a pie juntillas sin reflexionar ni discutirlo jamás. Es una nueva creencia solo que disfrazada bajo el ropaje de una –aparente- racionalidad. Y la propia razón queda reducida al mero cálculo –syllogismós- dirigido a obtener el Máximo. Como valor, como fin, es bastante pobre, Castoriadis lo tilda de estúpido, pero, sin embargo, ahí está y sigue estando.
Claro que semejante vaciamiento de valores tiene sus consecuencias: la privatización y la cuantificación. Si la propia obra, la de cada uno, es signo de salvación, solo tiene valor la propia obra. En palabras de Kant a cada cual solo le interesa lo propio de cada cual. Pero esa es la base del derecho privado. Si “solo nos preocupan nuestros intereses privados”, se desvanece todo proyecto colectivo. No podemos mirar más allá de nuestra nariz. No hay terreno sobre el que mantener fines comunes. El bien común se disuelve detrás de los intereses privados mientras que la Mano Invisible se encarga de conciliarlos. De modo que quedamos librados a nuestras solas fuerzas personales.
Creemos habernos librado de los viejos dioses y de todo vínculo común con la colectividad, ¿qué nos queda?. El mero siempre más. Claro que si lo único que nos mueve es el máximo, lo único relevante es la cantidad. Siempre más, no importa qué. Y la cantidad es irrelevante, hace abstracción de las calidades, los ingleses lo dicen con envidia y con sorna de sus compadres americanos, bigger and cheaper but not better. De donde nos encontramos con que lo único relevante es lo irrelevante. Nuestro deseo se dirige hacia lo insignificante, no hay otra cosa, todo lo es. Y lo insignificante es efímero, por lo que tiene que volver (saciarse) una y otra vez sin descanso para satisfacerse. Todo es igual y vacío. La insignificancia tiene a su vez efectos sobre el deseo, vuelve sobre él en una torsión, forma un nuevo deseo, él mismo efímero e irrelevante. Un deseo que se desvanece, que debe atragantarse una y otra vez de ingentes cantidades todas sin peso. Es la destrucción del valor (axion, peso). Reducido a lo efímero, ese deseo de corta duración no puede fijar la atención en nada, la atención misma se volatiliza. Se sigue la alarmante reducción del attention span, limitada a solo unos segundos, en los países “desarrollados”. Dirigida solo a lo efímero, nuestra capacidad de atención se vuelve efímera y la broma de Macedonio se vuelve profética. Y la cirugía psíquica, universalizada e indolora.
El pasado no escapa a este vaciamiento. La misma cuantificación e irrelevancia lo invaden. El pasado como producción de hechos significativos se desvanece. Y un pasado vacío de sentido ya no dice ni transmite nada, súbitamente ha enmudecido. La referencia de Henry Ford lo pinta como pocos: "History is more or less bunk. It's tradition. We don't want tradition. We want to live in the present, and the only history that is worth a tinker's damn is the history we make today." La historia es mera palabrería, Es la tradición. No queremos la tradición. Queremos vivir en el presente. Y la única historia que vale algo es la historia que hacemos hoy. El pasado queda reducido a lo sumo a la actividad museística. Dejad que los muertos entierren a los muertos advertía Hegel, pero nosotros hacemos oídos sordos. Lo único que importa es el consumo del pasado. Como la filosofía se retira del ágora, el arte se retira de la vida diaria y deja de articularse con los afectos y las experiencias compartidas, con un proyecto de vida en común. No importa que se trate de una vuelta al Louvre a la americana, o de la visita a Tiauanaku, al Partenón o al Valle de los Reyes, todo es indiferente y efímero y debe consumirse a velocidad, con el mismo vértigo que un videoclip, el lunes en Madrid, el martes en Toledo, el miércoles en Valencia y el jueves en Sevilla. Eso sí, el viernes nos aguarda un flamenco falsificado en Granada. Y eso sí que es pintoresco, como puede serlo un indio quechua en la Quebrada de Humahuaca. Todo da igual. Vivir en el presente. Pero ¿qué presente?. Un presente vacío, reducido a nada, por efectos de la extirpación psíquica, reducido a una vida vegetal.
Si no hay proyecto en común y nuestros proyectos individuales se han reducido a la pura cuantificación, solo queda el vacío, un tiempo sin sentido, completamente carente de significado. Sin pasado ni futuro. El resultado es la nada y la angustia. Angustia provocada por la presencia de la ausencia. La angustia y la noia, el tedio pintado magistralmente por Fellini en la Dolce Vita. No hay ningún hacia que nos llame, y en consecuencia no hay distancia ni espacio para vivir, nos sofocamos. El tiempo madura desde el futuro, Pero acá no hay futuro y por tanto no hay maduración ni crecimiento posibles. El resultado es el olvido. La realidad encubierta por una actividad frenética y carente de sentido. ¿Olvido?. Nuestra cultura produce olvido, es una línea fordista de producción de Olvido en gran escala, a escala planetaria. Hemos cruzado el río del Olvido pero en dirección contraria, ya no podemos re-conocer, ni en consecuencia, conocer. Separados de nuestro pasado y nuestro futuro, ya no podemos capturar la presencia del presente. No solo se trata de nuestra incapacidad para retener lo pasado, sino de nuestra imposibilidad por mantener el presente. ¿Y la vida?. Nuestra vida está en otra parte.
1 La distinción corresponde a Aristóteles, De Anima.