Mini Cuentos
(inéditos)
por Mónica Brasca
RELATO CON FONDO DE LUNA
Nos citamos en el muelle para ver nuestro último atardecer del verano. Pensabas escabullirte con alguna excusa en el fastidioso momento del baño de los chicos, las demandas de crema para apaciguar las pieles enrojecidas, los preparativos de la cena. Yo aprovecharía una imprevista compra de almacén, después de que los míos volvieran de pescar, como siempre, exhaustos. Mientras tanto nos escudaríamos una vez más en la impune soledad en que cae la costa a esa hora en que el cansancio y los mosquitos acorralan a todo el mundo puertas adentro.
Llegué puntual, no quise perderme ni una escena del espectáculo. Siempre me maravilla ver cómo el telón rojizo anaranjado se va plegando poco a poco contra las siluetas de los ceibos de la otra orilla. Las nubes delinean un ojo censor y prometen, para más tarde, un poco de alivio a este calor insolente de marzo. Las chicharras fueron callando su melancólico quejido. Sólo algún chapoteo interrumpe cada tanto el silencio y me sobresalta como un latigazo.
Pasaron valiosos minutos y no llegaste. Se está haciendo tarde. Quiero creer que te retuvo alguna pequeña emergencia doméstica y no tuviste cómo avisarme sin levantar sospechas. O que estás, también vos, escondido entre el follaje de los sauces, especulando con que sea yo quien asome primero, quizás disimulando que traés ocultas dos copas y un vino helado. Pero las ramas, indiferentes, no se apartan para revelarme el fin de la espera.
No quiero ponerme triste porque te vas mañana. Ya lo sabíamos: empiezan las clases y los fines de semana se impone la rutina de llevar a tus hijos a cumpleaños, al cine, al club. Pronto, quizás, desconocidos ocupen tu cabaña y a la promesa de volver no bien puedas se interpongan otras circunstancias o tu propia decisión.
El sol cayó abruptamente sin esperanzas. No apareciste. Privilegiaste el agua mansa y silenciosa que va buscando su nivel en las depresiones del suelo, antes que el impetuoso fluir de este río que corre modificando el paisaje de la vida.
Miro desde aquí las sillas huérfanas, nuestro desolado observatorio vacío. La luna se tapa la cara para no ver que no viniste, siquiera, a despedirte.
SOLO ESTELAS EN LA MAR
El rumor del agua le indica que va por buen camino. Eso y sentir bajo sus pies la humedad justa de la arena firme. Si alguna ola acomete más de lo esperado, levanta sus piernas fuertes y sigue adelante. El viento le opone resistencia, pero él no afloja el paso y respira profundo, llenando sus pulmones con el yodo del aire. Cada tanto, cuando le llega el murmullo de una conversación, se detiene a preguntar “¿en qué playa estamos?”. Más adelante advertirá la música estridente y el olor a crepes de los carribares. Cuando su bastón se tope con una reposera, sabrá que ha llegado al hotel, al fin de su paseo diario. No habrá visto el mar, ni el sol, ni las gaviotas. Tampoco la fascinación con que lo miramos.
ISLAS
Un joven se quitó el auricular de mala gana para escuchar la pregunta del anciano, quien debió calzarse mejor el audífono para oír la respuesta. Como tampoco así entendió las murmuraciones del muchacho, buscó entre los pasajeros más cercanos, pero todos estaban enfrascados en sus teléfonos y no lo vieron. Cuando intentó abordar a una parejita que parecía más amable, los novios se levantaron para descender en la siguiente esquina. Mientras el tiempo y su desazón corrían, el abuelo caminó a los tumbos entre los asientos, con su ramito de flores en una mano y el incómodo bastón en la otra, y se acercó a mí. Justo a mí, que me acurruco en el fondo para no tener que dar ni la hora, me tocó enfrentar la angustia de aquellos ojos y avisarle que hacía tres cuadras habíamos pasado el cementerio.
ÉL, EL SUPREMO
El señor presidente, general de cinco soles, ordenó celebrar a lo grande el medio siglo de la revolución. Los organizadores entrevistaron a los pocos compañeros de lucha que quedaban en pie, todos firmes en sus cargos desde entonces. Ellos aconsejaron recurrir al discurso de proclama, el mismo al que, año a año, década tras década, le habían ido haciendo leves modificaciones.
Consultados nuevamente, ninguno pudo reconocer las frases originales ni, mucho menos, recordar el motivo del levantamiento.
INERCIA
Cuando llegó a la oficina notó que un compañero se dio vuelta a mirarlo y dos secretarias cuchichearon algo a su paso. Comprobó que sus zapatos eran del mismo par, los calcetines de idéntico color y que no llevaba puesto su suéter al revés. Y se enfrascó en su trabajo. Recién al mediodía un cadete se atrevió a preguntarle, con todo respeto, qué hacía ahí sentado el primer lunes libre después de su jubilación.