Cuentos
UNA PAREJA DEL CAMPO
Por Elkin Restrepo*
“He ahí los estragos del tiempo”, fue lo que primero pensé cuando vi a la pareja entrar al mercado y dirigirse a la sección de frutas y carnes. Vestían quizás los mismos andrajos que tenían hace cinco años cuando se fueron a vivir a la finca que un tío harto del campo les había prestado. Sucios, desaliñados, indiferentes, daban la impresión de que un mago bromista los hubiera sacado del presente, dejándolos abandonados en aquellos tiempos en que las comunas campestres, el sexo libre y la marihuana, pasaban por una filosofía. La ola que había traído y llevado a los demás, a ellos sencillamente los había sepultado, dejándolos en un lugar aparte, como a criaturas de otra especie.
Habían envejecido y su aspecto, nada bueno, mostraba las señales de una vida difícil, poco amable, y seguramente muy distinta a la que soñaban cuando un día renunciaron a todo para irse a experimentar otras cosas. Algo en su actitud, una desazón, un temor de ave, daban a entender que su presencia en el mercado era quizá una equivocación, en todo caso algo pasajero, justificada por la necesidad de avituallarse para no morir de hambre.
Aunque, en un principio, ella hizo ademán de reconocerme, pronto siguió de largo, sin importarle que la última vez que nos vimos yo hubiese disfrutado de sus encantos nada desdeñables. De su marido, por la mirada vacía con la que me topé, colegí que nunca me había visto, así que fuera de observarlos y advertir lo que la vida hace de uno sin remedio, me puse a recordar su historia, sin olvidar a Araceli, la muchacha que luego se les unió, atraída por su tipo de existencia y las lecturas en voz alta que de Shakespeare, allá en lo hondo del jardín, hacía Jean Pierre cada que se daba la oportunidad.
Cuando los conocí, Jean Pierre y Romina estaban recién casados y jugaban a ser modernos, como podían serlo dos cuya única preocupación era seguir el evangelio según san Bob Dylan. Por sus atuendos y extravagancia despertaban la curiosidad allí donde aparecían y eran, o por lo menos así lo querían hacer parecer, el capítulo que faltó a Woodstock. Por supuesto que no se les tomaba muy en serio, pero eran divertidos y no hacían daño a nadie y se les aceptaba como un ornitólogo acepta a un hipopótamo. Por pura simpatía con la creación entera.
En su pequeño apartamento del barrio Los Ángeles, las macetas sembradas de marihuana se mezclaban caprichosamente con las plantas carnívoras, de manera que echarle moscas a unas y deshojar las otras constituía un pasatiempo al que eran invitados sus amigos.
“Las chicas”, así llamaban a las plantas de su jardín casero, reverdecían con el buen rock y languidecían con Joe Cocker y sus perros rabiosos, por ejemplo. Así que la música en las fiestas que programaban obedecía a cánones muy severos, no fuera a colarse alguien con pava. Con Janis Joplin, no sobra decirlo, las maticas se transformaban en verdeantes arbustos con pájaros y nidos y, también, habría que verlo, en una ocasión única para que las moscas, excitadas, contrariando cuanta ley existe, por su propia iniciativa, sucumbieran al placer divino de ser devoradas por las flores canallas que por allí cundían.
Sus ideas sobre el sexo giraban alrededor de un ejemplar manoseado del Kama Sutra y la edición reciente, puesta sobre una silla, de Lolita de Nabokov. Claro que, en la práctica, las cosas siempre iban más allá porque Romina, la sacerdotisa, no tenía ninguna dificultad en aceptar lo inaceptable. Y, tratándose del sexo, el sano, fortificante, medicinal sexo, ¿qué más se puede pedir?
Ambos eran, pues, de ideas libertarias, y como un día descubrieron que a su vida de recién desposados le hacía falta paradójicamente un poco más de oxígeno, aceptaron vivir en aquel caserón en las afueras, metido en medio de un bosque umbrío, que el tío enfermizo les cedió a cambio de nada. Hasta allí, cuando se mudaron, los acompañaron los amigos, y para no perderse el espectáculo de la mutación de aquellas larvas en crisálidas, empezaron a visitarlos con cierta periodicidad.
La casa, a la que envolvía también una leyenda, era blanca, espaciosa, de dos pisos con detalles de buen gusto por todos lados. Se contaba que allí la antigua dueña, una solterona neurótica, herida en lo más íntimo, había disparado al mayordomo, enterrándolo luego en el jardín, cuando lo sorprendió en ciertas disquisiciones amatorias con una oveja que apacentaba con sus corderillos en los alrededores. La fertilidad y belleza del sembrado de hortensias provenía al parecer de la calidad del abono, cuya composición química nadie desentrañaba hasta que el olfato de un experimentado sabueso, adscrito a la inspección policial, logró averiguar la causa.
Pero esto había sucedido hacía tiempos, por lo que Romina, protegida por su mantra (remitido por un gurú californiano, falso por supuesto), al que se aferraba cada que la cogían los nervios en aquella desmañada soledad, decía no importarle.
A la vuelta de la casa existía una caída de agua donde la pareja se bañaba desnuda y entonaba cantos obscenos que hacían palidecer a la legión de hadas gordas que merodeaba por allí sin razón útil alguna. El tiempo, sobre todo al principio, fue su gran aliado y fuera de dar rienda suelta a sus instintos, que se extendían al hociqueo y la sodomía y al cosquillearse con una coliflor o una cola de marrano, su mínimo quehacer los gratificaba como a otros gratifica quebrarse el lomo veinte horas al día.
Fue, llamémoslo así, su período azul, en el que Romina, hacendosa como era, para descansar del amor y sus somnolientas horas, fabricaba collares de achiras y hacía dulces variados, llenando aquellos predios de aromas ricos, que luego enfrascaba y vendía en la ciudad.
Por su parte, Jean Pierre empezó a leer a Shakespeare en voz alta, primero a su amada y luego a quien apareciera por aquellos predios, a fin de superar el trauma de haber robado el volumen de las tragedias, allá en la infancia, con intenciones de prenderle fuego con él a la casa de sus padres.
Leer era su primer oficio conocido y, según el consenso no lo hacía mal; por el contrario, por su dicción, tonos y compostura, aquel vozarrón, raro en alguien tan delgado, señal seguramente de alguna anomalía pulmonar, ponía a pensar a los oyentes en un relumbrante esquife que se desliza con elegancia y hechizo por el torrente verbal y metafórico, un océano en sí, del bardo inglés.
Y Jean Pierre, para la concurrencia, a veces era Antonio despidiendo el cadáver de César, Falstaff vinculando su condición de ladrón al mismo hecho de las estrellas o Próspero aprovechando sus artes mágicas para engalanar las bodas de Miranda, su hija. Sin embargo, en su intimidad agreste, su mejor papel lo desempeñaba cuando se transformaba en el asno del que, por la burla de Puck, Titania se enamora con locura.
El matrimonio vivía de lo que la huerta casera producía, sumándole por lo común frutos silvestres o algún animalillo de orejas largas o pico que, desprevenido, se acercaba hasta allí a curiosear. Sin embargo, con el tiempo, fueron cambiando sus hábitos y apetencias, entregándose cada vez más a una vida aislada, sin palabras, donde hasta lo acostumbrado, constituía un exceso.
Sus viajes a la ciudad empezaron entonces a espaciarse y cuando los amigos acudieron, intrigados, a averiguar la causa, aquellos no disimularon su incomodidad, ni hicieron mucho para que se quedaran y atenderlos.
Aunque su aspecto no era el mejor, no aceptaron atención profesional y el último que apareció con intenciones samaritanas fue devuelto con piedras y palos. De su admiración por Bob Dylan solo restaba la dulzaina que Jean Pierre guardaba en su bolsillo trasero y ya no tocaba, y de Shakespeare el ajado y roído ejemplar, que en ocasiones escudriñaba como en busca de una razón que disipara la niebla que envolvía su alma y que era un vestigio de algo muy lejano, imposible ahora de precisar.
Como ermitaños, vagaban por el bosque y cañadas y defecaban y hacían el amor sin pudor alguno. Involucionaban, sumiéndose poco a poco en un ambiente cuyos rigores, poco líricos, los despojaba de todo ademán civilizado. Para atender a necesidades inmediatas, o por el simple gusto de hacerlo, un día desmantelaron la casa y construyeron otra al lado que era una versión estúpida, sin función alguna, salvo la de ser un remedo sin luces de la original. Allí, en aquel sitio informe que no alcanzaba a ser un lugar, como atraídos por viejos hábitos, se protegían de las inclemencias del sol, la lluvia y los relámpagos y de la amenaza ocasional de algún felino ocioso.
En el fondo, tal conducta describía su estado mental y, si se quiere, la manera como para ambos el tiempo se había vuelto de repente una cosa extensa, insomne, a la que intentaban dar, si no una medida, al menos un nuevo comienzo, entregándose como primitivos a la tarea de colocar una piedra sobre otra, y en avanzar, tropezándose, en una dirección cualquiera.
Su existencia, tan hija de la época, con el correr de los años, no solo se había vuelto algo erróneo, sino incluso insignificante. Hasta el amor, esa deidad mayor, acabó indiferenciándose de los demás actos que componían su trivial existencia. A veces, mientras se abrazaban, no reconocían lo que estaban haciendo y si lo hacían era porque una cosa llevaba inevitablemente a la otra, y así, por pura inercia. Tampoco fue raro que, hijos de esta confusión, por períodos largos, sin darse cuenta, intercambiaran de rol, nombres, ropaje y modo de hablar. El uno podía ser el otro, y viceversa, un suceso del que, valga decirlo, no sacaban tampoco conclusión alguna.
Pero en ellos, tan semejantes ahora, no había angustia ni desesperación, ni sentimiento negativo alguno, solo la perplejidad de un insecto que se da de cabezas una y otra vez contra una vidriera.
La historia, hasta cierto punto, la cuenta Araceli, la pupila que Jean Pierre se inventó en un primer momento, y que con el señuelo de leerle las 39 obras de Shakespeare e identificar sus mil y pico de personajes, que bien podrían llenar cualquier escenario, más tarde invitó a quedarse en la casona. Bueno, y para escuchar a Bob Dylan como se debe, allá en aquellos salones desiertos, donde la muchacha pronto descubrió que la inocencia es la carne más apetitosa para individuos libidinosos que fingen ser más inocentes que su víctima.
Araceli era virginal como las flores de mayo y aún desconocía, joven como era, qué suerte le guardaba la vida. Sabía, eso sí, que no era un interés ordinario el que la movía a escuchar a su sibilino maestro, y, si un día, como empezó a suceder luego, el placer se mezcló de manera descarada al capullo de sus ideales, fue porque –como se lo explicaron en detalle Jean Pierre y Romina durante una sesión redondeada de excesos alcohólicos –, no hay ideales sin placer, al menos que estos sean falsos.
No digamos que Araceli cayó en la trampa de los juegos de palabras, pero si en las que el sexo tiende a una núbil muchacha cuya curiosidad se abre como flor atrapamoscas. Una tarde aceptó que Romina, con delicadezas de Celestina improvisada, la desnudara, a la par que con palabras suntuosas, en griego antiguo, la instruyera acerca de aquellas prácticas ancestrales que, sobre las plumas de los cojines desbaratados y dispuestos por la mano de la providencia en el piso del gran salón –a cada instante deformado por las llamas que envolvían los leños en la chimenea–, no tardaron en hacerse realidad allí mismo.
Lo cierto es que Jean Pierre, aportando también lo suyo, tocaba la dulzaina y bailaba a saltos como un macho cabrío, hasta que, molesto con su mujer porque ésta, olvidándose de todo pacto, demoraba en cederle el lugar entre las piernas, los abrazos y los besos de Araceli, refunfuñó, coceó y babeó hasta perder la paciencia por completo, ya que aquélla, en pleno rapto, parecía sorda a sus reclamos, o, mejor, con oídos solo para sus propios quejidos, mucho más rítmicos y acelerados que los muy tímidos arrullos de paloma de la muchacha, elevándola, a la señora de casa, en espiral hasta un punto del cual, por lo pronto, no podía descender.
Jean Pierre, relegado, viéndose en el dilema de encallar en algún ángulo de esta figura doble o salir del festejo, optó por resignarse a labores complementarias, mientras Romina, gata siamesa, acabado lo empezado, de nuevo volvía a comenzar, hasta que, necesitados ambos de una solución, llamémosla salomónica, cada uno se hizo a una región de la anatomía de la doncella, más presta a dejar de serlo, cualquiera fuera la forma, en medida que el tiempo transcurría.
Fue en verano, bajo la claridad de una luna repleta de aromas, que Araceli fue iniciada en el amor por el matrimonio amigo. Un amor de cuyas ambigüedades ya no pudo desprenderse en adelante y del cual disfrutaba, con mayor disposición y espíritu de aventura, cada vez que iba de visita con la idea, vuelta pretexto, de escuchar en la voz de tenor de su amigo la lectura de Shakespeare.
La luna de miel con un tercero a bordo, que tanto bien trajo entonces a la vida conyugal de la pareja, duró poco más de seis meses, hasta que Araceli, husmeando en otros lados, decidió que sus intereses eran bien distintos. Sus visitas, por lo tanto, se hicieron menos frecuentes, raras incluso, olvidando la gratitud debida a su maestro, que fue lo que éste alegó cuando, a última hora, intentó retenerla en aquel arrume de tibiezas, olores y franca sexualidad que encerraba su casa.
Para pagar la deuda, la muchacha pasó allí las vacaciones de mitad de año, que inusitadamente se fueron prolongando día tras día, quizás porque la vida en aquel lugar, al comenzar a perderse toda línea de frontera entre lo que piensa la mente y lo que las cosas son, a causa de la precaria dieta y los excesos, también la afectó.
Incorporada al vacío de aquella existencia, faltó poco para que llegara al derrumbe. La salvó el miedo de enloquecer y el afán de sustraerse cómo fuera a aquel logaritmo insustancial en que, ajena a todo verdor o gracia musical, se había reducido la vida allí.
Decir que meditó su fuga, no sería exacto, pero sí que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó, cuando una mañana salió a la carretera y le puso la mano a un bus de pasajeros. Después, ya recuperada, y pensando en ayudar en alguna forma a sus amigos, contó lo que ahora se conoce.
Y lo que se conoce es bien poco respecto a lo que después contaron aquellos otros que fueron al rescate de la demencial pareja. Pero este capítulo el autor prefiere postergarlo hasta que el tiempo, los rumores y la maledicencia los haga públicos y generales, antes que su relato. Por lo que pasa la página.
* Elkin Restrepo nació en Medellín en 1942. Es poeta, narrador, dibujante y grabador. En 1968 ganó el Premio Nacional de Poesía Vanguardia El Siglo con su libro Bla, bla, bla. Ha publicado los libros: La sombra de otros lugares (1973); Memorias del mundo (1974); Lugar de invocaciones (1977); La palabra sin reino (1982); Retratos de artistas (1983); Absorto escuchando el cercano canto de sirenas (1985) y La Dádiva (1991). Es Abogado de la Universidad de Antioquia, y Profesor Titular de Literatura de la misma Universidad. Fue cofundador y codirector de la Revista Acuarimantina y actualmente es director de la Revista de la Universidad de Antioquia Ha publicado los libros en prosa: Fábulas (1991) y Sueños (1993).