Dublín,
La ciudad escrita
por Sandra Cornejo
La poeta Paula Meehan junto a la autora
La autora de "Todo lo perdido reaparece", Sandra Cornejo (La Plata, 1962), nos presenta una crónica de su viaje a Dublín, sus encuentros con poetas irlandeses y las entrevistas a Pat Boran y Moya Cannon que se agregan en los siguientes links .
Entrevistas
Un Airbus A320 me lleva desde Heathrow en Londres al amigable aeropuerto de Dublín, Irlanda. Me resulta familiar, su gente también. Por un segundo me recuerda al aeropuerto de Esquel, Chubut (sugerente asociación). Es un día gris, llovizna, pero el Airlink Express, el transporte público, está muy a mano, y por cinco euros a los 30 minutos me deja en Gardiner Street, frente a mi Guest House, en Dublín 1.
Durante muchos años vislumbré este viaje. Sospecho que mi amor por la sabiduría celta, o “Raglan Road”, de Patrick Kavanagh; o Avalon, o la temprana camaradería de Wilde con su ruiseñor (al que leía en una biblioteca pública en mi secundaria) me predispusieron desde siempre a propiciar el encuentro. Luego vendrían Yeats, Joyce, Beckett, Heaney, Boland y en especial una canción: “Bright Blue Rose” de Jimmy MacCarthy, cantada por Mary Black; y una película, “Once”, de John Carney, con Glen Hansard, Markéta Irglová. Sin embargo, hubo una bisagra. En el libro “Poesía Irlandesa” con traducción de Jorge Fondebrider y Gerardo Gambolini, publicado por Tierra Firme en 1999, leí un poema que se llamaba “De vuelta y sin culpa” (Return and no blame) escrito por una poeta cuyo nombre era Paula Meehan. Aquel poema, como esas epifanías que ocurren muy de vez en cuando, me conmovió de una manera perdurable. Volvía a él y en cada nueva lectura le encontraba un giro, un tono, una palabra que otra vez lo iluminaba y así me iluminaba a mí. Yo creo que ahí, en ese poema, decantó la decisión del viaje. También en aquel libro leí a Moya Cannon, Pat Boran y Theo Dorgan. Jamás imaginé entonces que los conocería después.
En el año 2016 voy construyendo un viaje a las Islas (Irlanda y Gran Bretaña). En ese momento me llega una última antología de poesía irlandesa: “La memoria esparcida”, reunida y traducida por Gerardo Gambolini. Me animo y lo llamo. Resulta ser una persona muy generosa. Me sugiere un contacto con Pat Boran y así comienza el armado de mi estancia en Dublín, a través de la escritura.
Cerca de la calle O´Connell, cada mañana salgo temprano a caminar. No sé por qué pienso que hay una atmósfera de los años 60 o 70 pero en el S. XXI. Se me ocurre que siguieron una trayectoria de evolución aún con sus guerras y sus complejos entrecruzamientos culturales. Percibo un aire de sabia receptividad. Una energía perenne. En algunos ojos tristes que observo no encuentro pizca de rencor sino un mundo interno que bulle. Se me presenta Dublín como un trébol. Tal vez por la tersura, por el fluir, por esa sensación de pertenencia que los instala con certeza en un territorio y en una historia. Eso se trae, no se adquiere. Empiezo a recorrer sus recovecos (los de la ciudad y su gente), tranquila, sin ninguna clase de temor o premura. En las orillas del Liffey me cruzo con músicos, gaviotas, palomas. Las aves conviven con las personas. Descubro el Centro James Joyce, el Museo de escritores, el Trinity College con su tremenda biblioteca, su increíble Long Room. Allí, El libro de Kells, “trocando en clara luz la oscuridad” me aprieta el corazón con una profunda paz. En cada lugar tomo notas, para nada, tal vez para releerlas y recordar después. O porque en Dublín hay frases en las paredes, en los muros, en las habitaciones. Esas frases de una o tres líneas, de una o dos palabras, dan vuelta por instantes el mundo, al menos mi mundo. En las iglesias, en los parques, especialmente en la Catedral de San Patricio, el color de las flores y en particular el de los tulipanes, destella. Y esa es otra coincidencia entre Esquel y Dublín: el brillante colorido de los tulipanes en la primavera. Absorbo lo que humanamente puedo. Pretendo memorizar en mi interior paisajes, lugares. Camino y camino hasta encontrar la calle: dice Raglan Road, y es allí, en esa calle serena y arbolada, donde Kavanagh escribió el poema que tantos cantarían después.
Dublín es una ciudad antigua por su fundación, pero de una modernidad manifiesta que la traspasa. Fue declarada Ciudad de la Literatura por la UNESCO. No es para menos. Los escritores le brotan. Es un misterio. O un producto de la magia. Un arpa, un trébol, bardos, monjes, son sus emblemas. Los rodea el agua y han aprendido a ser Irlanda desde sus ancestros vikingos, celtas, sajones, normandos. Han llegado del mar y han salido hacia el mar. Son una Isla, una república partida en dos. Y sin embargo trascienden el dolor para habitar en el futuro, cuidadosos de sus tradiciones.
Es muy fácil ir desde Dublín central hacia la costa. Otra vez un transporte público, ahora un tren, me lleva a Howth, a la península. Desde allí miro El ojo de Irlanda, una isla, faro ante las posibles invasiones, y resguardo. En The church of the Assumption recupero fuerzas, y como en casi todos los territorios de las islas, descubro un coqueto cementerio entre casas de jardines impecables y ruinas remotas. Bajo y subo senderos. Voy a una torre vigía. Estoy a 30 minutos del centro de la ciudad de las palabras y estoy en otro mundo, otro más. Es un día soleado. El sol se disfruta con una alegría inaudita. Junto a la playa, algunos músicos callejeros cantan canciones que me suenan a abrigo. Por una moneda, por una pinta de cerveza. Porque el dinero alimenta el cuerpo, pero la cerveza es camaradería y la camaradería alimenta el alma. Hay también dos faros, y una cruz celta donde se recuerda con orgullo a los muertos que quedaron en el mar. Hay mucho más, pero atardece. El tren me deja de regreso en Tara Street Station y desde allí voy caminando a mi casa transitoria en Gardiner Street (calle donde “casualmente” creció Paula Meehan). Voy por el camino como si lo conociera. Cuando abro la puerta comprendo que llegué a Amberley House de un brinco, sin saber racionalmente cómo. La palabra que me queda rondando las entrañas es claridad: la luz de Howth.
El Phoenix Park, la Biblioteca Nacional de Irlanda con su muestra de los trabajos y la vida del caleidoscópico Yeats - que creía en la magia y la mística celta - o un domingo de Ramos en San Patrick -bajo un filoso cielo siempre cercano a la tormenta-, son también mojones de un principio de viaje que tenía como hito llevarme a Dublín 13, a la casa de Pat Boran, en Baldoyle, hacia el norte de la capital. De mirada vivaz, el poeta y director de Dedalus Press, una de las editoriales independientes más importantes de Irlanda, atiende la puerta junto con sus dos hijos. Anfitrión como pocos, se preocupa por cada detalle. Llevo una antología y dulce de leche. Ese sería mi regalo. Allí, en esa casa cubierta de libros y pinturas - el suegro de Boran es un destacado pintor - encontraría también a Moya Cannon, Paula Meehan y Theo Dorgan. Sé que hablo y escucho aunque mi inglés me resulta mínimo para todo lo que querría contarles, del modo en que querría contarles. Parecen no preocuparse, son amigos, se conocen. Theo, que es de Cork, conoce a Jimmy MacCarthy, (quien escribió “casualmente” aquello de “And I am the geek with the alchemists' stone” en “Bright Blue Rose”). Moya había leído mi poema “Alabanza” y a raíz de ese poema hablamos de los hijos nacidos y los hijos no nacidos. De la finitud de la vida y de la muerte. Moya ha tomado un tren desde el sur de Dublín para cenar con nosotros. Habla de su amor por las Islas y me dirá que Machado ha sido siempre para ella una antorcha. Paula y Theo tienen un perro que se llama Río y viven muy cerca de Pat. Hablan de pájaros, de viajes, de sensaciones, de sentimientos, del I Ching. Paula mira, observa de un manera profunda. Es una mujer que está y no está aquí. Porque es extremadamente menuda con su pelo blanco y largo, porque perdió de muy pequeña a su madre, porque perdió mucho más. Comemos y tomamos. Me iré con “Geomantic”, el último libro de Meehan, “Nine bright shiners” de Dorgan y entre los de Pat, una joya premiada, “If ever you go” una antología- mapa de Dublín desde su poesía y su música.
Es el día después. Recordé la Bendición celta, la comprendí más que nunca. Estaba en camino. Agradecida. Seguiría mi viaje por las Islas, hacia Inverness. Pero allá, en esa casa en Baldoyle, ellos cuatro serían mi recuerdo del cielo de Dublín.