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Un relato inédito

TERRA AUSTRALIS INCOGNITA

de
DOLORES CANESTRI

Nació en Buenos Aires, en 1972. Es escritora, licenciada en Humanidades y correctora literaria. En 2017 finalizó su Maestría en Escritura Creativa (UNTREF).  Su primer libro de cuentos y poemas, Soles Crudos (Tierra Firme, 1995). Su cuento “Juicio Final” fue publicado en 2003 junto con las finalistas del “XIV Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres” (Ediciones Torremozas, España). Sobre el arte y el mundo (literatura-estética-filosofía), libro de conversaciones con Gabriel Landoni, ha sido publicado recientemente. Intervalo (El Reino, 2013) es su primera novela. Con su novela Golpe de altura fue finalista del Premio Clarín.

 

 

“…parece una prueba irrefutable de que no es posible

descubrir lo que no se ha imaginado”.

Carlos Masotta

 

 

 

Antes de subir, se ajusta los crampones y el arnés. La suspensión es un dulce éxtasis. Lo arrulla el crujido de los árboles pálidos a cierta distancia. Todo se mece con la tiranía del viento.

Avanza. Las pequeñas matas aisladas de pasto rubio, ya declinando ante la aridez de altura, son un recuerdo fugaz del cabello enfermo de Gloria.

—Cuidado, Gloria —lo dice fuerte. El eco le devuelve su voz.

¿Al Sur?, cree escuchar la voz de Fabián, ¿qué vas a hacer cuando estés ahí, en el fin del mundo? No lo sabe. No entienden que debe llegar al límite que alguna vez ha imaginado como destino.

—Pisá con cuidado —grita—, hay mucha piedra suelta.

La figura de Gloria resplandece. Es tan linda. Nada puede arrebatarle esa imagen. La camisa suelta e insinuante, quizás para esconder una especie de raquitismo que a veces le malogra el paso al caminar. La nariz abrupta para una cara demasiado retraída y pequeña, lo que Fabián destacaba con mímica burlona y que él había aprendido a amar. El toquecito suave de su mano en la punta de esa nariz respingándose hacia arriba ante la mínima vergüenza. La sonrisa de Gloria con los dientes minúsculos, igual que los de leche, como una ranura de sal.

El sol cava una herida en los ojos. Podría meter un dedo en esa boca y morderle los labios, comérsela toda. Es tan singularmente bella. Maravillosa, incorruptible. Mentira, nada es incorruptible.

Ya empiezan a verse los primeros manchones de nieve. No es hielo todavía, parece reciente. Tendrá que llegar al segundo campamento base antes de que el cielo se cierre de nuevo. Mientras tanto, se afirma en una grieta y descansa. Mira hacia arriba. Despejado. Es una grieta de cielo también ese descanso.

—Esperame, Gloria —grita otra vez—, ¡esperame!

—Esperameesperameesperame —vuelve su voz.

Tanto le pesan las piernas que ya no puede apurarse. Toma un trago de agua. No debe tomar más, por las dudas. Dónde quedó el grupo, piensa. Le falta el aire. Tal vez tendría que haberse quedado más días en la base anterior para darle tiempo al cuerpo, a la altura. Pero está bien, está bien. Todavía se ve el sol. Mira el reloj y se quita el guante. Cinco de la tarde. Observa la mano, que ya no le parece propia. Casi no puede sentirla. La nieve se compacta en el puño fácilmente. En un rato será hielo, sin adherencia.

—Dónde estás, ¡Gloria! —llora.

Ya no puede verla. No puede subir un metro más.

No pensará. Pega el rostro a la ladera chata y espera quieto. Respira el resto de oxígeno, pero goza el dolor de la existencia, su peso en la punta de los dedos. Estás totalmente loco, parece advertirle Fabián. Es verdad, no hay nada que probar.

Da un paso.

—¡Hijo de puta! —grita.

Ríe descontroladamente y se deja sostener por el arnés.

—¡¿Ves, hijo de puta, ves?!

Ya ha quedado tan lejos la civilización que no la recuerda. Lo aterroriza la idea de no recordar su cara, pero la imagina en su cabeza, pálida, como una resistencia. Papel de calcar. Su pelo menguante, su gesto de luna con los ojos tiernos, al final. Tantas veces le había dicho que lo esperara, pero para qué. Ella era así. Tómala o déjala. Podía estar muriéndose y no por eso detener la marcha. Yo no voy a cambiar por esto, ¿me entendés?, le había advertido, es lo que hay, ¿estás conmigo o no? Él había decidido que estaba con ella. Y punto.

 Vuela, piensa, como un papelito:  sigue con la mirada la danza del mapa en el aire, que se le ha escapado de alguna parte. En realidad, no sabe si vuela, es la sensación más bien, de seguir al papelito que flota y se alza para detenerse en algo. Tal vez no sea tan linda Gloria, después de todo, pero la quiere, no importa, porque Gloria es lo mejor que le pudo haber pasado. Así que a la mierda con todos los que se aflojan cómodamente en el sillón del living, cuerpos de gelatina, a mirar televisión y opinar de los demás. Qué saben ellos del amor, de la belleza, de Gloria, con sus huesitos firmes y su pasión por la vida. Porque es eso lo que ama en Gloria, la fuerza con que una mujer se agarra escuálidamente al minuto de vida, a este minuto de vida, éste, donde pasa todo, y se lanza.

Siempre le envidiaron a Gloria, lo sabe. Hasta Fabián, aunque en silencio. Al menos para eso era discreto. Que no se notara, claro, pero después esa fijación para que la dejara, justo en el peor momento, a qué se debía esa fijación en realidad. Celos, como siempre, la maldita envidia por Gloria que era suya, solo suya. Te convertiste en un dominado, ¿no ves que te maneja?, le decía Fabián.

Se mece como un chico en un columpio. Es divertido imaginar la posible caída. Y no temer. ¿De eso nos salvará la muerte del otro?, se pregunta, ¿del temor? Entonces ríe como loco. Le parece, por momentos, que está en la cama, y que ella le acerca de nuevo los pies helados en medio de la noche, como pidiendo otra cosa. Regatea por un sí casi robado, porque parece no dejarse. Gloria, no me juegues sucio, dice, ya es tarde, y luego esa prestancia lánguida, de quien cede a tocarse en un tiempo elástico. Y el último fuego que le asciende a la garganta. Qué mierda está pasando, piensa o sueña o llora. Toda una vida. Mierda. Toda una vida piensa, o sueña, o llora. Clava una estaca en el muro de piedra como quien rompe una puerta. Grita.

En qué momento se le ocurrió seguirla a Gloria. Para qué. Un rostro flameando como una bandera en la cumbre. Señal de pertenencia. Esa chica te pierde, mil veces se lo había dicho Fabián, pero no tenía ni idea. Es fácil hablar cuando nadie puede tomarte el cuerpo, piensa, cuando nadie puede llevarte del otro lado. Pero no es atracción, Fabián, es una especie de arrastre, solía defenderse, la tentación de lanzarte al vacío y ver qué pasa, pero irremediablemente, se sentía incomprendido. Dejate de boludeces, lo increpaba Fabián, qué tomaste. Y se reía.

Ahora tensa la soga y asegura los crampones. Imagina la vista hacia el oeste. Quizás una extensión de verde, tal vez un poblado a lo lejos, árboles, cóndores, refugios oasis hogares lagos, milagrosas vertientes. Guarda esas imágenes y piensa que tal vez encontrará a Gloria allí. Podría reclamar soberanía sobre esa tierra. Invadirla. Estúpidas ilusiones de hombre. Estira una mano y sonríe. Allí está, luminosa y perfecta. Se quita el guante y acaricia la nieve. La toma, la chupa, la traga entera, sólida, hielo, agua, nube, lluvia, río. Vida estancada y fría. Qué hacés aquí, Gloria, perdete de una vez. No lo dice. No puede.

 Es un ardor blanco su mano, que se filtra por los valles profundos y se extiende, para luego replegarse. Se derrite en la piel, se deshace. Una caricia de nieve. Pero no siente nada. Nada. Ya no está en la mano. Miente la nieve, no es blanca. Miente la muerte. Ahí está. Ahí ha estado todo el tiempo, ahí está, Gloria, agarrate. Grita. No siente nada.

 Por eso. Debe gritar. El grito se expande como una ola glaciaria y se detiene. El mundo se detiene cuando se detiene el grito. Ya nada avanza. Está perdido. El valle al otro lado es un campo de hielo donde nacen los glaciares y se esconden tibios los soles. Quién sabe cuánto más allá se proyecta la blancura. 

La grieta de cielo va cerrándose. Ninguna puerta se abre. Tendrá que escalar con el resto de sus fuerzas. Ha perdido al grupo. O no. Seguramente lo esperan algunos metros más arriba. Ha perdido a Gloria. Está ido.

De pronto, siente.

Es súbito el sentir, como un fuego, otra vez, una especie de descubrimiento. Sístole, diástole, sístole, diástole. Voces ondulantes que se le vienen encima con el aire, se le meten adentro, invasivas, intrusas. De dónde carajo salieron esas voces. Que se va, que se va, dicen. Y corren. Toman forma por momentos, son ojos, sólo ojos, sin boca, sin nariz, sin pelo. Como si la nieve se hubiera levantado de pronto para hablarle en su idioma indescifrable, con esa mirada de pasmo.

Siente que se alejan al instante, por precaución. Fue como un rayo partiéndole la cabeza, la descarga eléctrica. El cuerpo le dio un salto y volvió a la camilla. Siente. Se da vuelta. Una puerta se cierra detrás. Alguien ha salido. Y es un dolor terrible en la boca del estómago, como para vomitar de una vez el vértigo. ¡Gloria!, grita. Muy fuerte grita, como un animal. Entonces le ajustan el arnés a la camilla. Imposible moverse. Así que el líquido en la vena avanza con agilidad hasta el escalofrío. Tiembla.

Ya más tranquilo, con un sudor helado, se deja estar en el blanco del quirófano y deja que la droga actúe para no llorar más. Así hacía cuando se lastimaba de niño, y su madre le tapaba suavemente la herida con la mano. Es más fácil de esa forma. No ver el precipicio, y andar al borde, en la luz plana. Un efecto cegador y placentero a la vez. Cierra los ojos. Imagina que la supervivencia impondrá nuevas marcas, nuevas cumbres. Clava otra estaca en la roca y se afirma hacia arriba. No debe mirar atrás. Tal vez, podría continuar hacia el oeste, hacia el desierto blanco.

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