Sillón de mimbre
Sillón de mimbre, mecedora,
donde se hamaca la contemplación
tan distraída
que no oye el cucú:
en el vano de la puerta asoma un rostro
-la abuela, el tío, la hermana-
y atraviesa la casa como un reguero de luz
o de sombra, que salió por otra puerta
y nunca regresó,
o por la misma puerta entró y salió,
o nunca entró, giró sobre sí mismo,
en el vano, el cabello, la nuca, el rostro
pasó,
mientras ella parpadeaba
en el sillón sin horas de la contemplación.
* * *
La casa se compone de una hamaca y un umbral,
butaca llena de contemplación
y escenario vacío del ilusionista:
lo que está ya no está,
lugar ambivalente de lo que llega
yéndose.
Ni afuera ni adentro,
umbral.
Y de pronto,
también la hamaca vacía en el umbral.
* * *
Sillón de mimbre, mecedora,
con abuelas, tíos, hermanas girando.
A través del mimbre,
el aire se llenaba de lazos,
vigas, columnas.
Y ella tejía
un largo echarpe para envolver a todos,
tan distraída
que no oía el cucú,
tan ajenos
los sueños
al destejer continuo de las horas.
Se mira los zapatos sobre la escarcha
Se mira los zapatos sobre la escarcha en el borde del patio,
blanco y brillante el patio y la franja del jardín y la vereda.
Con guantes, gorro, capita de lana, la niña mira,
todavía se mira los pies muy juntos sobre la escarcha
que se extiende adelante, intacta, como un futuro.
A su lado, el padre
le está hablando,
el vapor que sale de su boca la entibia más que el sol,
y la sombra del padre se prolonga en la escarcha,
ahí, ahí,
esa mañana de invierno recortada del tiempo,
cuando ella aún no ha dado un paso más allá.
Una linterna
Una linterna abre rendijas en lo oscuro.
Como si fueran huellas de pisadas antiguas,
el haz de luz
persigue
una rama nudosa,
la grieta en la pared,
la ventana cerrada, el silencio.
De la penumbra surge el brillo de una verja, un picaporte,
vestigios que al instante regresan a la nada.
Baldosas rojas, grillos…
Se estremece la sombra que empuña la linterna.
El halo tembloroso, fugaz,
rescata un patio, un sueño,
una cuerda tensa de lado a lado,
en el aire.
Y allí, de pronto, iluminado,
el broche de madera
que una vez sujetó
el vestidito blanco de una niña, tendido al sol.
Voces corroídas
Voces corroídas por la humedad
forman un halo en torno a la mesa.
Desván:
el marco de un espejo.
Sobre una inconsistencia de acuarela
se deslizan las copas al trasluz
de licores ausentes.
Desván:
el marco ciñe un hueco.
¿De qué nube brota el murmullo ahora?
Titila una voz niña y se apaga.
Y esa otra voz anegada ¿qué dice?
¿Qué labios no recuerda aquélla
zozobrando en un vaho?
Desván:
palabras disgregadas,
sombras de un ramo de hojas secas.
Resplandece el agua
Resplandece el agua en la jarra transparente,
un amanecer ilumina los sueños sin nombre todavía.
Agua clara:
en el centro de la casa brota una fuente de música y luz.
Podemos refrescarnos los ojos,
podemos sumergirnos en esa fuente de eterna juventud.
Habrá tal vez rosas recién cortadas en la jarra,
las manos de la madre en el cristal,
habrá vasos para verter el agua, y labios húmedos,
no habrá sed.
El agua resplandece en la jarra
continuamente:
es nuestro inagotable manantial.
Cristina Siscar nació en Buenos Aires. Es narradora, poeta y ensayista. Ha trabajado como traductora y periodista cultural, y dicta talleres de escritura. En 1985 apareció en París (donde vivió durante siete años) el volumen de poesía Tatuajes, en edición bilingüe. En Argentina publicó los libros de cuentos Reescrito en la bruma, Lugar de todos los nombres, Los efectos personales y La Siberia; la nouvelle Las líneas de la mano; las novelas La sombra del jardín, El río invisible y País de arena; y el ensayo El viaje. Itinerarios de la lectura. También compiló y prologó cuatro antologías de relatos, entre ellas Violencia. Visiones femeninas. Como cuentista mereció premios de la Fundación Konex y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y obtuvo la Beca de Creación del Fondo Nacional de las Artes. Su obra ha sido traducida parcialmente al francés, inglés, italiano y alemán, e integra numerosas antologías argentinas y extranjeras.