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JORGE AULICINO

UN POETA GRIEGO HUYE DE LONDRES Y OTROS POEMAS INÉDITOS

Jorge Aulicino nació en Buenos Aires, en 1949. Periodista y escritor. Se desempeñó en los diarios La Calle y La Tarde en los años 70. Fue co-corresponsal de la agencia Tass en Buenos Aires y trabajó en la agencia Noticias Argentinas. Ingresó al diario Clarín en 1980 y escribió en las secciones de Información General y Policía, en el suplemento Cultura y Nación y en el suplemento La Segunda. Desde 2000 a 2005 fue editor general del suplemento de Espectáculos y, desde 2005 a 2012, editor de la revista de cultura Ñ. En 1999 adaptó para la revista Genios una colección de 40 clásicos de la literatura juvenil. En 2012 publicó su obra poética reunida, bajo el título de Estación Finlandia. Algunos de sus libros de poemas son: Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Magnificat, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Libro del engaño y del desengaño, El camino imperial y Corredores en el parque.En 2014 recibió el premio a la trayectoria de la Biblioteca Nacional y, en 2015, el Premio Nacional de Poesía.  En los 70, participó del taller literario de Mario De Lellis y en los 90 formó parte del comité editorial de Diario de Poesía. Entre sus últimos trabajos deben mencionarse una nueva versión de la Divina Comedia, de Dante Alighieri, así como la poesía completa de  Cesare Pavese y antologías de Pier Paolo Pasolini y Antonella Anedda.

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Las fotos son de Forencia Alborcen y aparecen en una muy recomendable entrevista que le hiciera al poeta Aulicino, Flora Vronsky en ARTEZETA. http://artezeta.com.ar/jorge-aulicino-en-la-poesia-la-palabra-se-hace-honesta/

Un poeta griego huye de Londres

 

Como a los ingleses,

me gustaban los viejos perfumes,

los empapelados y la ropa usada,

pero mi jardín interior decadente

se deshojó cuando las escuadras

clavaron sus bombas en los barrios

obreros y en Holland Park.

Desde las colinas vi la niebla oscura

pegada a las ondas del Támesis,

a los canales y a los setos.

Me dije:

¿cómo la especie logra ensamblar

la pesadilla en lo concreto?

¿Cómo es que ama las trompas

de los bombarderos, las bombas,

lo mismo que la cereza material,

la pelambre del ganado caprino,

la canaleta oxidada,

el musgo de la Navidad?

 

 

El poeta extranjero ensaya el idioma local

para hablar de su maestra

 

Tú, que me diste el regocijo

de mis últimas horas en torno

al antiguo río de muselina,

que me amaste como a un vencejo

cuando vuela en picada hacia la

campiña de Macedonia,

esto es, no vuela,

sino que cae

irremediablemente,

pues su pequeño cuerpo que resiste

mil atmósferas

se estrellará en una piedra,

en el capó de un auto alemán

o en la superficie de un charco,

de pronto tenso y de acero

como una cuerda de piano.

 

 

Un poeta ruso medita frente a un viejo lavarropas

en el XVIII arrondissement de Paris

 

Conservás tu poder intacto, aunque amarillea

tu pintura y el óxido ha cometido ataques notables en tu carcaza

bajo la que habrá charcos empozados de hace ¿cuánto?

¿Siglos?

Traquetea todo el piso de madera -de boj tal vez-

y se oye tu poder centrífugo en toda esta casa vieja,

preparada para habitar malamente, para adoptar como estética

costras de sal que el clima deja en la cornisas.

Tu poder está casi intacto,

apenas una tos cada tanto

entre las ruedas feroces en las que galopa

el Apocalipsis.

Y es como el trueno tu voz que solo tiene una nota.

Y es gris como el cielo eterno del Norte o

como las lluvias del Canal o como los bosques desnudos

tu promesa de paraíso recuperado.

 

 

Romanza del viejo a quien solo visita el delivery en

Lodz

 

¿Qué sería de mi vida si esta noche

no sonara el llamador del portero eléctrico

y no oyera una voz que dijese "delivery"?

Y detrás de ella el rumor ya casi apagado de la calle,

y más allá intuyese mi mente

el temblor de unos árboles desplumados

o se engañaran mis oídos

creyendo oír las voces de los albañiles,

ya muertos,

que alzaron esta ciudad,

riendo o maldiciendo

bajo el sol,

y creyera oír, asimismo, el traqueteo de la maquinaria

en los abandonados galpones de la industria textil.

Porque todo eso escucho en la voz que dice delivery

aunque cuando baje solo vea a una niña con casco de ciclista

o los ojos brillantes de un motociclista

ensombrecidos por el casco

que no se quita

     como si fuera un antiguo soldado del Reich.

 

Iván Serguevich Turguénev se asombra de la

intrincada cultura europea

 

Aquí están tan en contacto el piano

y el abedul, los crepúsculos y los

viejos souvenirs de bronce que, comparado con esto,

la epifanía en mis bosques y charcos helados

es cebolla y pan. Siervos y nobles

pasaban frente a ello sin otra conmoción

que el latido de su sangre que agita

las viejas catedrales,

las cúpulas, los árboles y los caminos,

y los disuelve, así como este solitario en la

taberna, al este, creo, de París, mueve su tableta

efervescente en el agua de un vaso

después de la borrachera,

mientras miro las vetas de la madera en mi mesa

sobre la que he esparcido sin quererlo algo de sal.

 

 

Un formalista ruso lee a Rubén Darío

 

     cuando quiero llorar no lloro

 

 

He visto como del marco nacen reflejos que hieren

el sentido final;

he visto cómo la estructura llamada básica se

convierte en el contenido de la forma;

cómo la ventana es el todo y la nada;

el flanco de una mujer, el absoluto.

Sobre mi mente volaron a menudo el yin y el yang

interrelacionados en conflicto, alejándose

como cuerpos celestes de sí mismos,

acercándose silenciosos como anémonas.

En el fondo del acuario el pez muerto

me produce una piedad que me hace sentir falso

y desata mi llanto, aunque no quiera,

y me repito:

"no es por el pez que lloro,

no es por él, no es por

el pez".

Y no sé por qué lloro.

 

 

Filippo Tommaso Marinetti empalidece ante la caída de Italia

 

Caro Giorgio de Chirico, reconocerás que al menos en un

punto tuve razón: la máquina haría al fin su trabajo.

Ahora que miro las montañas de nuevo, aun admirado

por el formidable derrumbe de la Línea Maginot,

percibo que no podíamos, no debíamos estar a la altura

de las exigencias de la hora, este austríaco

rodeado de ingenieros mecánicos, poleas, cohetes y

máquinas blindadas, así como de

capataces de mecánicas fábricas de muerte,

de lanzas y calaveras rodeado,

un pobre loco

que sin embargo condujo

nuestra inteligencia hasta que se cumplió el veredicto

que hace mucho te dije: se borraría a sí mismo

el hombre, y con él la naturaleza,

al punto de hacer un mundo abstracto, lleno de rugidos

     y silbidos.

Desde esta terraza italiana amarronada por el agua,

miro el lago, aquella vela, nuestras cumbres.

El aire penetra por mis poros, hay unas gotas

     sobre el dorso de mi mano,

todo estará aún, después de que yo muera,

esto es ahora, en un momento, en un soplo, llevado por mi corazón 

traicionero

      a toda velocidad a través

de un mundo mecánico de afiches en blanco y negro

y sangre

hacia donde las olas reales se movían apenas como agua en un cántaro

por la rotación de los días.

 

Bellagio, 1944

 

 

El conde Vlad medita entre las ruinas de un bombardeo

 

Un joven inglés, Harker, lanzó sobre mí

la infamia de que caminaba sobre las paredes

como una lagartija y era el amo de las ratas.

No tuve que ver con ratas y sólo moví lobos y tormentas

pero no contra el decrépito Imperio que agoniza,

severamente erguido entre sus ruinas.

Antes de que Londres se llenara de afganos y de indios

taladré esa madriguera con hambre de otra cosa.

Terminé confundido con los zombis grotescos

     que devoran cerebros.

Pues soy el que viví un solo amor

y construí en la eternidad la casa de mi verano.

He sido, lo saben, un exiliado

     de sótanos Industriales

y de vuestros bastones con mango de hueso.

Me odiaron porque amé el rojo crepúsculo

que circulaba por la venas de un cuerpo irrepetible.

Ustedes, que hicieron correr sangre como agua servida

desde el Báltico al Mediterráneo

en la peor guerra que la humanidad haya visto.

Que jamás amaron el líquido rubí, sus palpitaciones,

el pulso de un cuello suave,

el horizonte inflamado de cruces y de lanzas.

¿Cómo habrían de amar la miel de Cristo?

El bramido debajo de la capa.

La tormenta que llegará y limará las rocas,

     las casitas que delimitan

las playas grises de Whitby

y el alto cementerio sin héroes ni bandidos.

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